29 de septiembre de 2008

Hoteles

Lo efímero también se vuelve eterno. A veces la vida no es más que un pequeño recuerdo de un momento que cambió nuestro destino o que nos dejó una huella indeleble que llevamos para siempre reflejada en nuestras propias pupilas. No hay que desechar ningún instante, entre otras cosas porque nunca sabemos dónde nos aguardan las parcas y porque todo es tan frágil y tan delicado que si no tratas de agarrarte a cada segundo siempre estarás desperdiciando tus pocas ocasiones de ser eterno. Nos quedamos en todas partes, aun sin saber que nos estamos quedando. Es verdad que luego nos marcharemos sólo con lo puesto, pero nadie sabe a ciencia cierta si los sueños, los pensamientos y hasta nuestras propias voces se acabarán quedando. Por eso siempre hay que mirar bien dónde se pisa, qué se dice, y, sobre todo, qué es lo que soñamos y dónde dejamos nuestros sueños.

Para mí los hoteles nunca serán lugares de paso. En cada una de esas habitaciones en las que te desvistes y te acuestas como si estuvieras en tu casa, acabas dejando los argumentos de tus sueños y un aire marcado por tus pulmones que tendrá para siempre algo tuyo. Nunca voy de sobrado, ni pido una habitación como quien pide una caña en la barra de un bar. Te estás jugando mucho cuando te adentras en ese espacio funcional, pulcramente recogido y aséptico. Junto a tu sombra, se mueven las sombras de todos los que estuvieron antes que tú. Por eso también es mentira que te marchas para siempre de las ciudades que visitas. Siempre te quedas en la habitación en la que soñaste o amaste, como mismo te quedas en el atardecer o entre las piedras de una escultura que contemplaste emocionado: no olvides nunca que en las emociones también nos volvemos eternos.

En los hoteles te enfrentas a ti mismo: solo, en mitad de la noche y perdido ante un paisaje que no reconoces desde la ventana. Cuando llamas a recepción para decir que te despierten al día siguiente, lo único que estás buscando es que alguien te diga que no te has quedado solo en el mundo. No lo reconoces, pero llamas para que al amanecer alguien te recuerde que todavía sigues vivo, que son las siete de la mañana y que la rutina te sigue invitando a formar parte de la comedia diaria. Ya, ya sé que dirán que ya está bien de tanto panegírico hotelero. Pero les debía estas líneas. Son muchas las habitaciones en las que guardo recuerdos memorables. De alguna forma quisiera tenerlas siempre contentas para no terminar siendo olvido cuando ya no me acuerde de nada. Ando disperso por cada una de ellas. Lo saben mis palabras y muchos de mis sueños más recurrentes. En decenas de ciudades, entre cuatro paredes que fueron sólo mías por una horas.

CICLOTIMIAS

No desdeñes ninguno de esos pelos que han quedado en el suelo. Cualquiera de ellos permitirá que te reconstruyan de arriba abajo dentro de miles de años. A los ojos de la ciencia valen mucho más que tú.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Quería agradecer públicamente la inclusión que ha hecho Juan Luis Calero en su blog, recomendando la visita por estos textos. Viniendo de quien viene la alegría es doble. Muchas gracias, Juan Luis.

Jaime dijo...

No sé si ya estará bien o no de tanto panegírico hotelero, pero a mí me ha parecido especialmente hermosa esa manera de entender esas habitaciones que no son las nuestras, o que, como tú dices, son de todos los que han pasado por ellas.
Pienso en mí y no tengo esa experiencia con los hoteles. Mis hoteles son hoteles compartidos, son lugares a los que se vuelve por las noches para hacer resúmenes de alegrías, para contarnos atropelladamente todo aquello nuevo y raro que hemos visto, para ordenar las fotografías, en la cámara y en la mente, para ducharnos y robarnos un poco ese calor de la aventura, que quema y no te deja dormir, como los niños pequeños, cuando vuelven de la playa, brillantes por ese sol que parece alimentarles y cansados de los juegos y las risas. Mis hoteles son el refugio del niño cansado, entonces, el arrullo familiar que me hace dormir y soñar con la sonrisa puesta, en la mayoría de los casos.

Alguna vez, siempre hay alguna vez, han sido más una cueva donde acunar algún dolor, el regreso a un invierno, en el que no hay abrigo para calmar el frío, un naufragio, una isla perdida en un mundo raro, lluvioso, oscuro, en la que el puerto lleva letreros de despedidas, de adioses. Exiliado de uno mismo, como abandonando el propio cuerpo, el cuarto no es más que un soporte para no ahogarse en las olas.

En uno de estos exilios, en la última isla perdida, escribí unas letras para alguien que nos dejaba, y que bien pudieran hacerse extensiva a otra pérdida anterior, que tú y yo hemos vivido. Espero que no te moleste si te lo acompaño aquí. Como recuerdo para mis queridas tías, habitadoras insaciables, para mí, de hoteles y mundos distintos. Perdona si es algo cursi, tal vez, pero ya sabes cómo son estas cosas…

Un abrazo.

La despedida.

Como aquel árbol cansado
que se desploma en el valle.
Como el pez que se envenena
del aire puro en la tierra.

Como una diosa olvidada
entre lágrimas despiertas;
que sufres mientras descansas
porque otros sufren tu sueño.

No desesperes, descansa,
no luches más si no quieres.
No nos dejes desplomarnos
sobre tu aliento más breve.

Porque te vas, lo sabemos,
o que te has ido, quién sabe,
si esta huella sigue viva,
si aún nos bebemos tu aliento.

Y esta condena insaciable
de los que quedamos vivos,
es también cadena y yugo
de esta cárcel sin abrigo,

donde morimos contigo
y esperaremos vencidos
el regreso afortunado
de esos, tus brazos amigos.