7 de octubre de 2008

Antepasados

El amor se reconoce siempre en la mirada. Uno va por la calle, o está en una fiesta, o anda facturando el equipaje en el aeropuerto, y de repente se cruza con una mirada que le cambia la vida. Tenemos la sensación de que esos ojos los conocemos de siempre, desde mucho tiempo antes de venir nosotros al mundo. Se activan las endorfinas, se desperezan los sentidos y una química cercana al paraíso nos lleva de un lado para otro en volandas. Si el reconocimiento es mutuo y fragua el milagro todo se vuelve maravilla, aunque no siempre estamos atentos, y a veces pasa junto a nosotros el amor de nuestra vida y no nos enteramos. O lo rechazamos por no saber mirar más allá del físico o de la cuenta corriente. Pero quedan muchas vidas y muchos años para que alguna vez coincida ese inevitable reconocimiento. O eso al menos es lo que piensan siempre los contrariados y los que no entienden cómo diablos se puede llegar a estar tan despistado o tan despistada como para dejar que pase de largo el amor y todos sus euforizantes y milagrosos efectos secundarios.

Con nuestros familiares desconocidos pasa algo parecido. Te detienes ante un gesto o una mirada y crees reconocer a un hermano. La sangre y la genética tiran de ti, pero tú no te enteras y sigues tu camino. Pasa sobre todo en las islas, en donde muchos de nosotros estamos inevitablemente emparentados si tiramos trescientos años hacia atrás. Las calles están llenas de descendientes con los que compartimos un tatarabuelo o un bisabuelo del que tampoco conocemos nada. Y, sin embargo, de los desvelos de aquel tatarabuelo que iba y venía a América buscando fortuna venimos todos nosotros. No se embarcaba y se jugaba la vida en alta mar por él, sino por los que estábamos por llegar en el vientre de sus hijas o de las nietas de sus hijas. Es lo mismo que hoy hacen quienes llegan en pateras y cayucos: sólo vienen buscando para sus descendientes el futuro que a ellos les ha sido vedado. Y en unos años también los suyos se tropezarán por las aceras sin reconocerse. Sentirán esa llamada de la sangre que nos retiene unos segundos en la calle cuando casi nos reconocemos en el otro, pero seguirán su camino creyendo que vienen de la nada. Es lo que hoy hacemos nosotros. Y supongo que será también lo que seguirán haciendo los hijos de los hijos de nuestros hijos si algún día alcanzaran a cruzarse en Triana. Siempre estamos pasando de largo. Incluso cuando nos tropezamos con nosotros mismos.

CICLOTIMIAS

Le tenía un miedo cerval a los cangrejos porque le recordaban a los cobardes. Como éstos, atacaban sólo cuando estaban ocultos en sus escondites. Nunca daban la cara, te miraban escondiendo los ojos y desde que podían caminaban para atrás. Desde niño supo que eran ellos los que llegarían más lejos: eran los mejores que soportaban los embates violentos de las olas.

2 comentarios:

Jaime dijo...

Me perdonarás que te dé tanto la lata, pero es que yo eso de “0 comentarios” no me gusta verlo escrito. Ya sabes que yo, cuando me pongo, hablo por los codos, aunque no diga gran cosa.

Este texto tuyo me ha hecho pensar, no me preguntes por qué, en algo que repito hasta la saciedad con respecto a mi pareja, que ya conoces. Y me viene siempre a la cabeza la palabra “predestinado”. El destino, sí. Yo no recuerdo haber creído nunca en el destino, hasta que me descubrí en los mismos lugares, desde pequeñito, persiguiendo el amor que ahora disfruto y que espero seguir disfrutando hasta que se nos cierren los ojillos. Y cada día descubro un lugar nuevo en el que coincidimos, aunque sea de manera indirecta, aunque sea un roce leve que hace estremecer la piel, porque te reconoces, porque eres consciente de que esa pequeña cosa era parte de un lazo enorme del que, inevitablemente, éramos los dos extremos, y que era necesario juntar para dibujarlo, en el aire, precioso.

Vale, sí, el amor, el amor, que es asín, como bobito y eso. Qué le vamos a hacer.

Y hoy, recordando que tiene el alma de poeta escondido entre sus ancestros, que, por cierto, ya me ocuparé cuando tenga ganas de confirmar esa posible relación con Saulo Torón (ah, el mar, el mar…), me ha aparecido esta bobería entre las teclas…

Eras la ramita
de un gran árbol viejo
y te he trasplantado
a mi macetero
para que no olvides
de qué tierra vienes,
y para guardarte
toda la poesía.


Un abrazote.

Anónimo dijo...

Muchas gracias, Jaime. La gente está visitando el blog, aunque no escriben. Yo tampoco escribía antes. Pero luego te pasan los mensajes por mail y todo eso. Hay una coincidencia general: los visitantes más o menos fieles están fascinados con tus textos. Lo mismo que yo. Un fuerte abrazo, Santiago