29 de octubre de 2008

La radio

La radio siempre ha estado cerca de la magia y del misterio. Desde niños hemos ido imaginando las mil caras del hombre o de la mujer que se empeña en informarnos, en entretenernos y en hacernos soñar desde la nada. Da lo mismo que uno haya visitado estudios o que conozca personalmente al locutor: una vez sale su voz por los altavoces del aparato se adentra sobre la marcha en una dimensión más cercana a los sueños que a la realidad.

Los que llegamos a ver las antiguas radios de galena en casa de nuestros abuelos jamás podremos escuchar la radio como algo que se ajuste a la normalidad de la vida cotidiana. Por su tamaño, su sonido y sus luces teníamos razones suficientes para soñar que había alguien dentro, una especie de liliputiense que lo mismo te ponía una canción de Antonio Machín que cantaba desgañitándose el último gol de Germán o de Morete. La crónica de nuestros años se ha ido escribiendo en las ondas. En mi caso me recuerdo muy niño escuchando todo el rato la palabra Watergate y el nombre de un tal Richard Nixon en el Diario Hablado de la una y media que sonaba por todas partes cuando íbamos camino del colegio. No sabíamos de lo que iba la historia, pero nos bastaba el respeto que le teníamos al aparato para no dudar de su importancia: todo lo que salía de la radio entraba a formar parte inmediatamente de nuestra memoria, y con el tiempo acabaría escribiendo nuestro propio recuerdo y muchas de las claves que nos han servido luego para tratar de entender el mundo.

En Canarias, además, siempre hemos tenido la suerte de contar con grandísimos profesionales radiofónicos que se han ido transmitiendo unos a otros la alquimia de un medio tan cómplice y cercano como misterioso. No me atrevo a nombrar a nadie, ni de aquí de ni de los que hablaban desde Madrid o Barcelona, porque un solo olvido se convertiría en una traición imperdonable; y también porque desde que se confunden en las ondas todos forman parte de una misma patria intangible de emociones y de ecos reconocibles que carecen de cara y de nombre.

La radio nos ha ido licenciando en sensibilidades y en canciones inolvidables. Por eso siempre he sido incapaz de dormir sin escuchar, aunque sea sólo unos minutos, lo que dice cada noche. Ese hombre, que ahora debe ser mucho más viejo y más pequeño que cuando lo imaginábamos de niño, sigue empeñado en contarnos historias que vienen de ninguna parte y que se quedan debajo de la almohada confundiéndose muchas veces con nuestros propios sueños.


CICLOTIMIAS

El niño se acaba de quedar el último en la prueba de atletismo de los Juegos Escolares. Está desolado. No se te ocurra hablarle del espíritu Coubertin. Tampoco empieces a sacar tu repertorio de frases manidas sobre la importancia de la participación, el esfuerzo personal y todas esas otras charranadas. Ante la derrota jamás hay consuelo. Deja que lo aprenda cuanto antes.

2 comentarios:

Treinta Abriles dijo...

Para mi generación, la radio ya había perdido ese puesto. La televisión había tomado protagonismo y mi único recuerdo asociado es el de desayunar los sábados con el programa de Jose Antonio Abellán y Teresa Rabal en la SER. Era la forma favorita de que mi padre tenía para despertarnos, encender la radio a toda mecha en la habitación y marcharse.

Pero mi tía me contaba esas reuniones de vecinos en casa de alguien para oír la radio, las "radionovelas" cosiendo, o el miedo que pasaban cuando decidían escuchar "La Pirenaica" y la escuchaban bajito, bajito, ... por si la guardia civil estaba en su puerta escuchando. Su casa fue una de las primeras del pueblo en tener una y la animación diaria y la "vida social ajetreada" estaban aseguradas.

Anónimo dijo...

¡Ostras! ¡Pardiez! He empleado tres veces el verbo "escuchar" en la misma frase... ¡Madreeeeeeeeee!

Estaba sin desayunar
;-)

Treinta Abriles