9 de octubre de 2008

Las hogueras

Las hogueras de junio eran el anticipo del verano. Primero llegaban las de San Antonio, luego las de San Juan y finalmente las de San Pedro. Pero cada hoguera tenía un trabajo previo de acarreo de trastos, de búsqueda de ramas caídas y de robo de piñas de millo en las fincas cercanas. Podíamos haber cogido las piñas en nuestras casas o haberlas comprado en la tienda de la esquina, pero las que nos sabían eran las que cogíamos actuando como bandoleros según atardecía y contábamos con la complicidad de la noche. Esas piñas, una vez pasadas por las brasas y la salmuera, tenían el sabor de una aventura que para nosotros entonces era comparable a la que vivía cualquiera de los personajes de Salgari.

Las hogueras anunciaban el final de las clases y se convertían en la antesala de muchas semanas de libertad y de juegos sin horarios o deberes colegiales que acabaran nublando la tarde. No sabíamos nada de rituales o de solsticios. Lo único que hacíamos era competir con los vecinos para ver quién lograba el fuego más espectacular, llamativo y duradero. Eso sí, los más galletones nos enseñaban siempre a elegir la ubicación y a tomar toda clase de precauciones para no acabar provocando un incendio. Pasaba lo mismo que con el mar, al que nunca le tuvimos miedo, pero sí mucho respeto. Digamos que convivíamos con la naturaleza más cercana entre atavismos que conllevaban su cuidado.

Después del fuego se volvía a empezar de cero nuevamente, y en las llamas se quemaba lo inservible y lo que ya no queríamos que siguiera refrenando nuestros sueños de futuro. La imagen de las hogueras cerrando todos los horizontes interiores de la isla nos parece ahora, al paso de los años, algo cercano a esa irrealidad que acaba siempre confundiendo lo soñado con lo vivido. Uno quisiera ahora mismo coger cuatro palos y unas cuantas cajas para hacer una hoguera en la que poder meter toda la morralla cutre que mata nuestras ilusiones. La llegada de junio, con estas tardes que parecen querer ganarle la batalla a la noche, nos sirve cada año para recordar que es posible empezar de nuevo. Las hogueras nos devuelven la esperanza de poder echar al fuego la mediocridad que vamos acumulando durante todo el año como una sentina que sólo permite sueños y vuelos alicortos. Metafóricamente, junio se convierte en un mes imprescindible para poder seguir sobreviviendo. Cuando saltamos la hoguera estamos saltando también por encima de todas las mezquindades de cada uno de los años que vamos quemando. Y da lo mismo que ya no tengamos tiempo para encender unas brasas. Llega un momento en la vida en que la quema de todo lo inservible la debe hacer cada cual dentro de sí mismo. Junio, con sus fogaleras y sus magias, es el mes más propicio para esa catarsis siempre necesaria.


CICLOTIMIAS

Hay hombres malos desde que son niños; pero también hay niños malos desde que son hombres.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

De donde soy hacemos algo parecido. S. Miguel es el santo de la parroquia de mi pueblo. El día antes, aquí se hacen iluminarias ó "luminarias" donde se quema lo viejo, leña, desperdicio del cereal... recuerdo ir de niña por rastrojos los días de antes, aprovechando que no había escuela por la tarde hasta octubre. Supongo que, es una fiesta ancestral, anterior al cristianismo, donde se quemaba toda la paja y rastrojos secos del campo, limpiando así la tierra para prepararla de nuevo, una fiesta en la que se celebra el equinoccio de otoño. Como te decía, seguramente, esa fiesta evolucionó hasta nuestros días celebrando S. Miguel. En realidad, es un rito de purificación, quemas lo viejo dejándolo atrás, yo al menos, lo entiendo así. De hecho, las mujeres suelen dar "una vuelta a la casa", para quemar lo que no sirve ya, con la excusa de: "Para que me pese bien el alma S. Miguel", pues, no sé si lo sabes, pero a este Santo se le representa con una balanza en la mano porque es el que pesará tu alma cuando llegues al cielo. En un platillo pondrá lo bueno que hiciste y en otra lo malo. Se supone que, si celebras su fiesta con veneración, el Santo se acordará de ti y, si hace falta, hará una pequeña trampa si no entras en el cielo por poco.
Normalmente, se juntan todos los vecinos alrededor de la hoguera y se cena: bien chocolate con churros, patatas, chuletas... el toque de emoción lo ponen los jóvenes del pueblo, que recorren las calles con cañas intentando apagar las lumbres y ahí si que hay verdaderas batallas campales en las que se tira agua, petardos, globos de agua... es una fiesta que la disfrutan mucho los niños, ya sabes, les encanta el agua y el fuego.

Beatriz

Anónimo dijo...

Fíjate, Beatriz, cómo el Mediterráneo nos acaba mojando aquí en Canarias o en mitad de la Península con sus ritos, sus gastronomía y su cultura. De alguna forma es un mar que nos ha ido hermanando tanto como la lengua que compartimos. Un abrazo y bienvenida