21 de octubre de 2008

Octubre


Escribo por aburrimiento y por que no sé qué hacer por las tardes. No tengo ganas de nada. Vengo al Retiro y me siento en un banco por no quedarme en casa tragándome todos esos bodrios que echan por la televisión. No sé si ustedes habrán experimentado alguna vez esta sensación de abulia y de pérdida de interés por la vida. Les aseguro que ni estoy deprimido ni pasando ninguna mala racha, o por lo menos no menos mala ni menos buena que las que he ido pasando a lo largo de mi vida. De dinero ando sobrado, así que por esa parte no tengo ningún problema. Me jubilé hace seis años con una buena pensión y tengo varias casas alquiladas en Madrid que me rentan un dineral cada mes: lo tengo todo en manos de una gestoría que me ingresa religiosamente el dinero de los alquileres previo pago de sus costas y sus gestiones. Me quedé viudo hace diez años y no tengo hijos, ni sobrinos, ni parentela cercana que me invite por navidad o espere mi muerte para cobrar un pellizco de mi herencia.

El Retiro me sirve para pasar las tardes, o para pasar la vida, lo mismo da, fuera de las cuatro paredes de mi casa. Cada vez me cuesta más salir a la calle, pero me lo pongo por obligación y lucho contra la dejadez que pide a gritos mi cuerpo y buena parte de mi alma. No quiero terminar como esos que se mueren de repente delante del televisor y que no son descubiertos hasta que se pudre el cuerpo o el gato se ha puesto como una vaca y no para de maullar por los efectos de su glotonería. Yo les tengo dicho a dos o tres personas que si falto más de dos días seguidos avisen sobre la marcha a la policía o a la ambulancia. Lo sabe el de la tahona, el del bazar donde compro los periódicos y el dueño de la librería en la que sigo acercándome a los clásicos de la literatura.

Aquí me vengo todas las tardes con un bloc de notas y unos cuantos bolígrafos. Sólo falto a mi cita cuando llueve, nieva o hace mucho frío. El resto de los días los paso en este banco del Paseo del Estanque escribiendo mis cosas y viendo pasar la vida en la cara de los que van y vienen por esta arteria ociosa de Madrid a la que más tarde o más temprano viene a parar todo el mundo. Lo que escribo no tiene ni pies ni cabeza, ni interés alguno por ser publicado. Digamos que me dejo llevar por las palabras para saber que tengo algo que hacer, y que a veces, como hoy, me dedico a contar retazos de mi vida o de la de los que caminan en mi derredor. Me aburro, y dicen que cuando alguien empieza a aburrirse tanto es porque está llamando a gritos a la muerte. Y repito que no estoy triste; es más, casi todo lo que escribo tiene ironía y mala leche, tanto hacia mí, que me he convertido en un viejo inservible que se saca al sol todas las tardes, como hacia toda esa tropa de mentecatos que diariamente veo pasar por delante de mis ojos.

De salud ando bien, aunque está claro que estaba mejor cuando iba todos los días al instituto y al llegar a casa todavía me encontraba a Elvira. Yo quise mucho a Elvira, pero no quiero escribir sobre ella porque entonces sí es verdad que me pongo triste y ya no hay quien me aguante. En el instituto daba clases de Filosofía a quienes querían atenderme y tomarme en serio. Cada vez eran menos los que se interesaban por Platón o por Kant, y yo no quería pelearme para cambiar un mundo que se me iba de las manos y que tan poco tenía que ver ya con mi asignatura. Digamos que los aprobaba a todos a final de curso y aquí paz y después gloria, por eso no me fastidiaban tanto como a otros compañeros; hablo sobre todo de los cinco o seis últimos años de profesión, cuando ya no había manera de conseguir que te respetara ninguno de aquellos energúmenos que hoy seguro que serán ingenieros, informáticos o cualquiera de esas cosas raras para las que dicen que no vale para nada la filosofía. Sin embargo no guardo rencor a nadie, ni siquiera a la historia, aun cuando ésta no nos ha dado a los de mi generación más que disgustos y frustraciones. Lo que sí que no llevo bien son estas pocas ganas de vivir que me han quedado después de haber peleado tanto para sobrevivir. Resulta paradójico que tras haber estado luchando por conseguir una seguridad y una estabilidad económica más o menos consolidada, te encuentres luego con que cuando la tienes te quedas como vacío, igual que como si te hubieran estado haciendo trampas todo el rato y no te enteraras hasta el final de la partida.

A veces hay otras personas ocupando mi banco. Yo entonces espero pacientemente a que se vayan o bien, si hay un hueco, me siento a su lado y hago como que no existo, aunque a ellos esto les suele importar bien poco: o se levantan airados dedicando toda clase insultos a los viejos insoportables o siguen a lo suyo, como si efectivamente yo no existiera. Me aburre la vida y la gente que está ahora mismo en ella. A lo mejor exijo mucho de las personas, pero no soporto tanta mediocridad y tanta ordinariez. Es como si la realidad y la televisión, que ya es el apéndice más importante de la realidad de los hombres, se hubieran vuelto locas y horteras de repente. Por eso también escribo, por rebelarme de alguna manera contra la dictadura de la imagen: están sepultando a las palabras, y menos mal que yo, con los pocos años que me quedan, no voy a ver cómo las terminan amortajando; así y todo me duele mucho la situación que se está viviendo, y si lo pienso bien a lo mejor todas estas pocas ganas a vivir que tengo no son sino una consecuencia de esa imbecilidad mediática y globalizada en la que estamos inmersos.

Todo lo que escribo lo tiro luego en la primera papelera que me encuentro según salgo del parque. Se trata de pasar el tiempo, y cuando éste ya ha pasado resulta tonto andar conservando los restos del naufragio. Al día siguiente volveré al mismo lugar y ya entonces tendré otras cosas sobre las que escribir, por ejemplo sobre esos ejecutivos idiotas que van subidos en los patinetes mecánicos, o sobre los dos o tres drogadictos que me tienen echado el ojo desde hace varias semanas, o sobre la chulería sobreactuada del que vende los barquillos con la misma máquina que hacían girar cuando yo era niño y el tiempo no tenía las mismas prisas que tiene hoy por arrasarlo todo. Pero esta tarde estoy necesitando más palabras y más tiempo en el Retiro que otros días. Hoy el cielo está nublado y empieza a hacer frío. También sé que octubre nunca es un mes bienvenido para los que nos vamos quedando sin ganas de vivir: atardece antes y el cielo se va poniendo cada día más triste. Y luego están esas hojas tristes, húmedas, que tanto me recuerdan a mí mismo.



Les dejo con Maria Bethania, otra de mis imprescindibles. En este caso interpretando un tema portentoso de Gonzalguinha, pero la canción prodigiosa que canta de Gonzalguinha es O que é, o que é?, uno de los himnos más vitalistas que conozca. las versiones que están por youtube no están muy allá. La pueden conseguir en el dvd Ambar.

1 comentario:

Treinta Abriles dijo...

El Retiro en octubre... precioso, claro.