4 de noviembre de 2008

El juego

Lo veo mirar disimuladamente todas las papeleras del Retiro. Nunca mete la mano a no ser que haya visto algo que valga realmente la pena. Digamos que es un buscón de superficie que jamás llama la atención. Nadie que lo viera pasear tranquilamente por este parque se podría imaginar que alguien tan bien vestido y con tan buenos modales se dedicara a algo tan sucio y de tan baja estofa. Él vive en una casa situada en la calle de Jesús. No la puede vender porque es de muchos hermanos y éstos se niegan a desprenderse del lugar en el que se criaron con sus padres. A todos les ha ido bien en la vida: no se podía esperar menos de quienes han estudiado en los mejores colegios de Madrid y han viajado todos los años al extranjero. Él también estudió en esos buenos colegios y viajó desde niño por toda Europa. Como ellos, se casó, tuvo hijos, y ganó mucho dinero como dentista. Todo fue bien hasta que lo del juego se le fue de las manos. Ahora no le queda nada más que el derecho a utilizar una casa de la que no puede disponer sin la firma de sus hermanos. De haber sido solamente de él, la habría perdido hace ya mucho tiempo. Yo lo veo venir todas las tardes, sobre las cuatro o las cuatro y media. Jamás pide dinero, y nunca lo he visto mal vestido o mal afeitado. Es cierto que su ropa a veces está ajada y descolorida, pero nadie que lo vea paseando se podría imaginar que él a lo que viene al Retiro es a rebuscar entre las papeleras algo para comer, o algo para vender y así poder seguir jugando.

Ya nadie le da una segunda oportunidad. Sus hermanos, su mujer y sus amigos le fueron ayudando hasta que vieron que era un saco sin fondo capaz de vender su alma para seguir jugando. Perdió incluso el despacho y todos los instrumentos con los que se ganaba la vida como dentista. Pasaba de las grandes partidas de póquer en las que al principio dilapidó casi toda su fortuna a las timbas de barrio o a las máquinas tragaperras. Lo que necesitaba era aquella sensación de estar siempre al borde del abismo o de la gloria, ese segundo en que, según él, todo puede ser completamente distinto.
A veces ganaba y tocaba esa gloria pasajera, pero el dinero no le duraba nunca más de un día o dos en el bolsillo. Debe rondar ya los sesenta años. Cuando pasa al lado mío me da las buenas tardes y sigue su camino. Ni aun en los días en los que he visto que no ha encontrado nada en las papeleras me ha llegado a pedir dinero. Él sabe que yo sé a lo que viene cada tarde. Le he visto meterse en la boca toda clase de guarrerías. Se conoce, por lo que es capaz de llevarse a la boca, que está pasando mucha hambre. Le da igual que los restos de los bocadillos estén llenos de moscas o de hormigas, o que haya pañuelos llenos de mocos o periódicos con cagadas de perros junto al pan y el embutido. Él come todo lo que encuentra, disimuladamente, a veces al lado mismo de la papelera, y otras en un punto más alejado, casi siempre entre los árboles, para que no le vea nadie. Cuando encuentra algo de valor lo vende y sigue jugando. No sabe para lo que vive. A él sólo le interesa el juego, y más allá de éste todo le da igual: la vergüenza, el ridículo, el pudor, el asco o la náusea hace años que le importan una higa. Últimamente, además, está obsesionado con el número cuatro, y no hace más que apostar todo lo que encuentra a ese número. Antes sus corazonadas estuvieron puestas en el siete y en el nueve, pero son dos números que le acabaron llevando a la ruina. Ahora, con el cuatro, piensa que todo va a ser diferente, y sólo está esperando un golpe de suerte para poder demostrarlo. Pero mientras llegue ese golpe de suerte que le redima se va comiendo todas las mondas de manzana que han dejado unos alemanes que vestían pantalón corto en una de las papeleras que está junto al Palacio de Cristal. Hoy ha tenido suerte porque además de las mondas se ha encontrado un bocadillo casi entero de jamón serrano y unas galletas rellenas de chocolate medio mordidas por un niño.

2 comentarios:

Treinta Abriles dijo...

Recuerdo una señora que vendía ceniceros en la esquina de Alberto Aguilera con S. Bernardo. Eran de latas de refrescos y ella misma los decoraba con dibujitos. Yo alguna vez le compré uno, por ayudarla, y ella se empeñaba en regalarme dos ó tres más, con lo que, finalmente, llegaba cargada de ceniceros y sin fumar.

Siempre estaba limpia y peinada. Su chandal naranja impoluto. También cuando tuvo escayolada la muñeca. Para mí eso era dignidad, por encima de todo.

Un día hablé con ella y me dijo que su marido tuvo mucho dinero, pero que se vio obligada a dejarlo. Él que encargó de que no recibiera nada suyo. Su hija no la pudo entender y, además, estaba influenciada por el dinero de su madre. Tenía un nieto que no podía ver.

Soñaba con encontrar un trabajo de limpiadora, aunque fuese interna. Con ello podría dejar de vender en la calle. Decía que, a su psiquiatra, no le gustaba y le regañaba cuando la veía.

Editor dijo...

Has escrito el esbozo de un relato maravilloso, o el de un buen guión cinematográfico. Lo lamentable es que cada vez hay más historias dramáticas en la calle y muchas menos películas o editores que apuesten por esas vivencias tan alejadas del modelo Dan Brawn. Un abrazo.