10 de noviembre de 2008

La hora

Partamos de la base de que el tiempo es relativo. No recuerdo si esto me lo enseñaron en las clases de física o de filosofía, pero si no me lo enseñaron lo he terminado aprendiendo con los años. Es relativo, azaroso, traicionero y hace lo que da la real gana con todos nosotros: nos envejece, nos vuelve cada día más olvidadizos y pasa veloz arrasando nuestros placeres y nuestros días, siempre tan cortos como nuestra propia vida, un visto y no visto en la estela infinita del universo.

Pero más que el tiempo, lo que nos descorazona es su medida. Nunca he entendido lo del cambio de hora invernal. Te viene impuesto y tienes que asumirlo como asumes la subida de precios. De niño, nunca olvidaré la cara de uno de nuestros amigos que se regía por la luz solar. Su madre le obligaba a estar en casa según se encendieran las luces de la calle. De un día para otro lo mandaban a encerrarse a las seis de la tarde. Había que ver la cara de pena de mi amigo para saber cómo influye en nuestro ánimo esta oscuridad tan temprana que nos imponen según llega octubre.

Lo tienen todo bien orquestado. Durante dos o tres días nos vienen con la martingala de que nos regalan una hora. No sabes quién te la regala, pero en estos tiempos en los que nadie regala nada, uno hasta se emociona cuando recibe algo gratis. Lógicamente no protestas por ese cambio. Sólo al día siguiente, cuando de repente se oscurece todo a media tarde, te das cuenta del engaño. Y digo engaño porque nunca he entendido qué tiene que ver nuestra luz solar con la de los belgas o los escoceses. Aquí no se hace de noche a las cuatro de la tarde. Con ese horario los que atardecemos y nos volvemos más melancólicos somos nosotros. Deberían reconocernos nuestra condición de ultraperiféricos a la hora de plantear esos cambios. Aquí en diciembre podemos estar en la playa hasta última hora de la tarde, y seguro que hasta los chonis que nos visitan aplaudirían esa medida.

Nos hemos vuelto indolentes. No protestamos ante nada. Pero en este caso nos están robando unas cuantas horas de luz solar cada año. Ya sé que dije que el tiempo era relativo, pero lo que no es tan relativo es la sensación de tristeza que se nos queda cuando oscurece sin que ni siquiera hayan salido los Lunnis en la televisión. No sé a quién tendremos que dirigirnos para solicitar más luz. Goethe la pedía como loco cuando se estaba muriendo. Nosotros no debemos permitir que nos la apaguen tan pronto. Si dejamos que burocraticen también nuestros atardeceres estaremos contribuyendo a la desaparición de los poetas y de los enamorados. Y no están estos tiempos para prescindir de poetas, y mucho menos de enamorados que pongan un poco de ternura en los bancos de los paseos marítimos. Ya Neruda nos advertía que cerca de los puertos todo se vuelve siempre más triste cuando atraca la tarde.

CICLOTIMIAS

Cojea porque intenta engañar al tiempo en cada paso.

2 comentarios:

Treinta Abriles dijo...

Santiago, ¿Tu amigo? yo creo que, antes de los móviles, las madres nos controlaban así a todos en mi pueblo: "Vuelve cuando se enciendan las luces".

Lo de la hora... Bueno... a todos nos afecta. Nos quitan una fresca en primavera y nos devuelven una arrugada, en otoño. Pero es ahora, precisamente, cuando nuestro horario se parece más al solar y no antes. Al fin y al cabo, anochece más pronto, pero también amanece antes. Piensa en toda esa gente cuyas noches son larguísimas y esperan con impaciencia que se haga de día.

Lo que si me gusta es la idea que he sacado de tu comentario: "En este mundo en el que nadie regala nada, debía ser el tiempo, lo más valioso que alguien nos pueda dar".

Editor dijo...

Tienes toda la razón: siempre hay mil lecturas de todo lo cotidiano, y el tiempo, inevitablemente, es nuestra cotidianeidad más trascendente.