12 de diciembre de 2008

Dos meses

Se había gastado la mitad de la paga de aquel mes en la botella de vino que estaba a punto de descorchar. Se la iba a beber solo y disfrutando, a lo más pondría algo de Antonín Dvorak de fondo, a ser posible el primer movimiento del quinteto para piano Opus 81, aunque también pensó en la posibilidad de Rachmaninov, en el concierto para piano número 2: quería algo triste y melancólico, y al final, como casi siempre, se decantó por las suites para violonchelo de Bach. Le habían dado un máximo de dos meses de vida y no encontró mejor manera de celebrarlo. Así y todo el alcohol le puso triste y lloró por todos los que habían partido antes que él. Tenía noventa años y a casi todos sus grandes amigos esperándole detrás de la muerte. También le esperaba su Amor, el de toda la vida. Por eso le dio por llorar y por celebrar la condena del cáncer. Al fin y al cabo dos meses pasarían volando.

10 comentarios:

Treinta Abriles dijo...

Hace año y medio un compañero de trabajo se suicidó.

Un accidente a los once años, le había dejado sin piernas.

Era informático en la empresa. Durante dos meses lo había preparado todo: cenó uno a uno con sus amigos, cambió su testamento, donó su ordenador a una ONG, regaló sus cosas diciendo que ya no las necesitaría, que "cambiaba de vida" y, por último, cerró todos los temas de trabajo pendiente, escribió sus contraseñas y dejó una nota en su cajón para la vuelta de las vacaciones. Eligió su muerte y pagó su entierro.

A última hora, hubo un cambio del cliente y se enfadó mucho. Propuso renunciar a sus vacaciones para cambiarlo, pero la empresa cerraba quince días. Nadie entendía su actitud.

Todo el mundo coincidía en que, hacía dos meses, estuvo muy estresado, pero que había cambiado positivamente y se le veía exultante de alegría desde entonces. Los que se interesaron, quedaron convencidos de que se enrolaría en una aventura con alguna ONG en la India, o algo así.

Supuse que fue hacía dos meses cuando decidió morir, y que, se dio el tiempo suficiente de dejar todo arreglado para dejar este mundo.

Lloré mucho imaginando cómo habría sufrido hasta llegar hasta esa decisión. Recordaba la última vez que le vi. Pasé con prisa por su edificio y su planta y no me paré: "Beatriz, qué bien te veo". "Yo también a ti"- Contesté yo. No podía imaginarme que no existirían más momentos después para tomarme un café con él.

En realidad, nunca sabemos si, ese café que posponemos, llegará algún día

Editor dijo...

Muy emocionante lo que cuentas. Alguien que deja un recuerdo así seguro que tuvo que ser una persona maravillosa.

Jaime dijo...

Tremendo el enfrentarse a la vida como una condena y ponerle una fecha de caducidad concreta.

El caso que plantea Santiago puede parecer, quizás, más comprensible, por esa cercanía inevitable al final y por la soledad de los últimos, pero la terrible experiencia que nos cuenta Treinta Abriles, ese convertir la desaparición propia como una meta y atar cada cabo para después invocar a la propia muerte es demoledora, por la sensación de impotencia que queda cuando una vivencia de ese tipo es cercana y nos asalta la duda y, tal vez, algo de culpa, por no haber servido como relleno para una vida incompleta.

Lamento que hayas tenido que pasar por ese trago, Treinta Abriles, aunque, por otra parte, ¿quiénes somos nosotros para obligar a vivir a quien no quiere, no puede, o no sabe hacerlo?, ¿y cuántos de nosotros no hemos pensado alguna vez en tirar la toalla y dejar de ser, aunque sea por un instante?. Llegados al punto en que seríamos capaces de llevar a cabo ese acto, ha debido haber, durante un largo período de tiempo, un proceso duro y laborioso de concienciación de la necesidad de desaparecer, y ese trabajo y esa toma de decisión personal conlleva un convencimiento de que la vida ha perdido, si es que alguna vez lo tuvo, su sentido y que es mejor anticipar el final que rumiar una larga y desesperada espera.

Treinta Abriles dijo...

Yo por eso no le juzgué. Pero es tan triste pensar el calvario que tuvo que pasar.

Parecía que llevaba muy bien su deficiencia, pero, sus bromas, eran en realidad disimulados lamentos.

Vivía sólo. Se esforzaba en no recibir la ayuda de nadie, en ser independiente totalmente y no quería relacionarse con otros minúsvalidos. Pero unos simples escalones para entrar a un pub, suponían un obstáculo casi imposible superar.

Uno no puede luchar contra sus circustancias de manera constante y él, prefería subirlas como fuese sólo, antes de pedir ayuda. Eso termina cansando.

Uno de sus últimos enfados, me contaron mis compañeros, fue cuando hubo un simulacro de incendio en el edificio y el debía ser desalojado en una especie de mochila atada a uno de los responsables de seguridad. Eran las normas pero: ¿Podría haber algo más humillante para él?

Editor dijo...

Para mí el suicidio es un acto de valentía. No siempre queremos seguir luchando. A veces te puedes salvar en el último momento, y a veces no. Como todo en nuestro destino, estamos en manos del azar. Pero no te angusties pensando en lo que sufrió. Eso es una cosa que queda entre él y su vida. Seguro que también vivió muchos momentos memorables que compensaron su desdicha.

Jaime dijo...

Coincido con Santiago en que se trata de un acto de valentía. Escucho a menudo calificar de cobardes a aquellos que toman una decisión que es, sin duda, la más importante de sus vidas, y me planteo si las palabras están tan bien definidas como debieran. O si yo utilizo los conceptos de una manera arbitraria. O si no hay cierta perversión o manipulación, también, como en la mayor parte de lo que nos rodea en la actualidad, del lenguaje. Con la misma palabra pueden coronarte rey de una tierra silenciosa o condenarte a las mazmorras de la indiferencia, de la mendicidad, si cabe.

Treinta Abriles, es casi imposible saber qué nos hace querer acabar, cuál es el detonante primero y qué enciende la mecha final de la destrucción de uno mismo. Y, sobre todo, y más importante, creo yo, la escala con la que medimos la intensidad de cada pequeña cosa que nos sucede; esa vara de medir, tan personal, tan propia, tan metida en cada uno de nuestros bolsillos y que otros, tal vez, no entiendan, pues no arrastran con nosotros la carga pesada que modifica, a cada paso, las muescas con las que marcamos nuestros dolores. Somos complejos, y eso es lo mejor que somos, lo que nos hace únicos.

Un besote sabatino y mañanero para todos los que aún seguimos manteniendo la ilusión de que mañana será un día mejor que hoy, y un recuerdo amable para los que decidieron que la espera ya no merecía la pena y para quienes no tuvieron la oportunidad de comprobarlo.

Posdata: acabo de leer un casicuento que escribí cuando tenía unos diecisiete años. Escribí unos tres o cuatro cuentos y después el parón, y menos mal, porque ahorré al mundo de una plaga de adjetivos repetidos que hubieran supuesto el Apocalipsis final o algo así. Este en concreto se titulaba “Una vida extraña” (original que era uno, oigan) y describía el momento final de un jovenzuelo desesperado. Una porquería de casicuento, vaya, pero, curiosamente, se centraba en ese último y desagradable momento, con un exceso de dramatismo, sangre y dolor extremo que quizás sea lo que coarte a algunos jóvenes a poner punto y final a sus vidas. La cobardía sería, en estos casos, el no hacerlo, por el miedo a ese último sufrimiento, aunque el personaje lo consiga entre estertores exagerados y ración extra de parafernalias rítmicas que hacían, supongo, de mi visión del suicidio algo sucio, doloroso y desagradable. Los cobardes somos expertos en buscar excusas, ya saben…

¡Del año 1987!, ojú…

Juanjo dijo...

Acabo de leer vuestros comentarios y he recordado lo que mi hermana le dijo a una de sus amigas antes de salir con el coche aquella tarde del 2 de julio de 2004. "Me quiero morir". Fue a la última persona que vio. Media hora después se maerchaba para siempre porque un señor, escudado en el tamaño de su autobús, no le dio la gana de esperar a que ella pasase. Mi hermana hizo amagos de quitarse la vida, quizá para llamar la atención, no lo sé. Pero, como bien dices, Santiago, no tuvo el valor para hacerlo, por mucho que lo deseara. Igual que hay gente que cree en Dios sólo cuando le hace falta creer, puede que yo me escude en su derrota ante la vida, sus ganas de huir, para llevar esta situación sin derrumbarme. Aunque no es fácil, la verdad.

Treinta Abriles dijo...

No sé si suicidarse es un acto de valentía o no. La profesora de filosofía de tercero de BUP nos decía que el fin último de todos nuestros actos es la felicidad, y ese también es el que mueve al suicidio.

Unas veces, simplemente, quieres dejar de sufrir. Otras, te sientes una carga para los que te rodean, de las que les quieres librar. Seguramente, piensas, cualquier cosa mejor de lo que tienes en ese preciso instante.

Pero, todas las acciones tienen consecuencias y las más cercanas se producen en la gente que te conocía. Si pudiésemos ver nuestro futuro y descubrir que nuestro hijo creció sin padre y se sintió tan sólo... Si pudiésemos ver que nuestra ausencia atormentó a familiares, amigos y conocidos. Si comprendiésemos que quizá, nada de lo que buscábamos en un principio se cumplió...

También, muchas veces, la realidad se desvirtua y en ese momento, nada es lo que parece.

Todo este tema es muy complicado.

Jaime dijo...

Podemos calificarlo como un acto de valentía porque significa tomar la decisión de pasar de ser a no ser, con toda la carga egoísta que conlleva, haciendo una renuncia expresa a cualquier posibilidad de cambio. No se trata de tirar la toalla, se trata de negarse a pelear y morir, simplemente. Es una opción, así lo veo yo. Y conste que no se trata de hacer apología del suicidio, se trata de valorar en su justa medida la decisión personal de cada uno consigo mismo, con toda la libertad de que uno dispone en el momento de tomarla. Supongo, no obstante, que cada caso es diferente. Yo imagino siempre que leo o me cuentan sobre suicidios a la vida como una celda pequeña, como una cadena perpetua en esa prisión, sin juicios. Tal vez por eso piense que lo entiendo. Pero quién sabe qué es lo que siente cada uno…

Lamento lo de tu hermana, Mucho que contar. Yo creo que si pensáramos todo el tiempo en las consecuencias de nuestros actos con respecto a nuestro entorno más cercano, estaríamos siempre paralizados, agobiados con la carga de una culpa que no merecemos. Deberíamos aprender que las vidas son de quienes las viven. Cada uno la suya. Y habría que concienciarnos de, independientemente del dolor que nos produzcan algunos actos de nuestros seres más queridos, respetar sin tapujos sus decisiones, intentar comprender cuáles son sus razones y no juzgar más que lo justo para poder sentir algo de alivio con el que poder continuar con nuestra propia vida, de la que, probablemente, esperamos que comprendan quienes tenemos alrededor. Vivir cada uno como pueda, en definitiva, aceptando las otras vidas, sin más.

No es sencillo, no, y, ciertamente, no es fácil, pero, ¿hay algo que lo sea?...

Buenas noches. No estén tristes. Nadie querría vernos tristes, ni quienes están aún con nosotros ni quienes, decidiéndolo ellos o no, ya no están para consolarnos.

Editor dijo...

Poco que decir, Mucho que contar. Comprendo tu dolor y tu pena. Mi mejor amigo de infancia y juventud se suicidó a principios de este año y no hay día en que no me pregunte por qué no pudo coger el teléfono y llamar en el último momento. En fin, que una cosa es lo que escribimos, la ficción, y otra lo que cada cual vive cuando le toca. Sí es cierto que el distanciamiento de las palabras y las historias nos pueden ayudar a hacer más llevaderas las penas y las ausencias.