23 de febrero de 2009

Carnavales

La careta es teatral y carnavalera. Nos convierte en otro. Uno mira el mundo con una cara distinta, separado por el plástico que nos esconde de nosotros mismos y del resto de la gente. El carnaval era una puerta abierta a la libertad cuando todo era gris y sacristanesco. Yo viví esos carnavales siendo muy niño, pero recuerdo la magia de lo rudimentario y lo sencillo, unas caretas ajadas y despintadas, cuatro ropajes cogidos en el desván de la casa tus abuelas y una salida a la calle pidiendo huevos de casa en casa. Habíamos de llevar un palo de fregona para protegernos de los que siempre están tentados por la violencia con careta o sin careta. Cambiábamos la voz y jugábamos a ser otro en medio de las calles cotidianas. Luego todo terminaba cuando nos colocaban una cruz de ceniza en la frente. Volvía la realidad y nos quitábamos las caretas y el maquillaje.

Con el tiempo los carnavales se fueron legalizando y sofisticando hasta casi perder esa cómplice cercanía que hermanaba a nuestra imaginación con nuestros sueños de ser otro. Durante un par de años, cuando empezaba en esto del periodismo, me tocó cubrir toda la información carnavalera para el periódico en el que trabajaba entonces. Viví estas fiestas desde el otro lado en los tiempos en que todavía andaban entre nosotros Juanito Curbelo o Santiago García, el Charlot de Las Palmas. Había muchos como ellos, gentes que eran capaces de ser otros durante varias semanas sin perder el norte de sus propias vidas. Hay un carnaval entre bambalinas que sorprende por lo que tiene de literario y de mítico, y que no tiene nada que ver con el de las escandaleras demenciales, las borracheras desaforadas y las constantes peleas de las noches de mogollón. Una cosa es el carnaval que retaba al franquismo en Agaete, en La Isleta o en Agüimes, y otra ese remedo fallero que se han empeñado en perpetuar los que confunden estas fiestas con una puesta de largo en cartón piedra cada día más alejada de la gente.

El carnaval forma parte de nuestros atavismos mestizos y de nuestras vinculaciones africanas y caribeñas. También nos enseña que es posible soñar con ser otro a poco que le dejemos un resquicio abierto a la imaginación. Y es que en la vida cotidiana no hacemos más que quitarnos y ponernos caretas a todas horas. Con el paso de los años acabamos convertidos en intérpretes de nosotros mismos, y hay días en los que no sabemos cuál es la máscara y cuál es nuestra verdadera cara. Pessoa decía que el poeta era un fingidor. Pero no sólo finge el poeta para poder seguir viviendo. Nosotros hace tiempo que también sobrevivimos en medio de un carnaval de confusiones en el que cada día resulta más difícil saber quién está realmente debajo de cada una de las caretas que nos gobiernan.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Mi madre siempre dice, que los carnavales de antes, envueltos en prohibición, eran mejores.

En la época de posguerra, cuando los ánimos seguían muy acalorados, muchos aprovechaban para tomarse la justicia por su mano. Otros, se divertían burlando a la guardia civil, intentado mantener la tradición a toda costa.

El problema es que, superada la prohibición, el carnaval se ha convertido en otra cosa. Ahora da lo mismo taparse o no la cara, a cara descubierta, lo mismo se pega a una madre, que se vende a un padre... En cuanto a lo demás, toda la fuerza se va en criticar si el premio se lo debió llevar este o el otro o si hubo tongo o no a la hora de decidir los premios.

Beatriz