2 de febrero de 2009

Saludos

La soledad de las ciudades comienza cuando nadie te conoce por la calle. En los pueblos te sientes siempre más acompañado. Es cierto que a veces agobia la gente meticona y la sensación de que a uno le están mirando desde todas las celosías y desde todas las ventanas entreabiertas. Las grandes ciudades como Londres o Nueva York te dejan siempre solo por las aceras cuando más falta hace una mirada cómplice o un par de palabras que te levanten el ánimo. Reivindico el anonimato y la bendita vida privada que no deba explicaciones a nadie, pero no a costa de afectos. Hay términos medios, ciudades que se mueven entre lo vecinal y lo cosmopolita, en donde nos sentimos más sosegados y más seguros. En Las Palmas de Gran Canaria todavía es posible tropezarse con amigos por las calles. Por eso quizá nos atrae tanto a pesar del ruido y del caos mañanero de los días laborables. También está el mar, la necesaria presencia que más se requiere cuando pintan bastos o cuando los tiempos vienen cargados de funestos vaticinios.

En Madrid o en Bruselas ya casi nadie te mira a los ojos cuando caminas por la acera. De niños, los que nos criamos en un pueblo pequeño, aprendimos quiénes eran los prepotentes y los engreídos. No lo sabíamos entonces, pero nos quedábamos de una pieza cuando no devolvían nuestro saludo. Nos habían enseñado a dejar paso a las señoras mayores en las aceras y a saludar a quienes te tropezabas en la tienda de ultramarinos o en la barbería en la que te rapaban como a un niño de postguerra. Con el tiempo descubrimos que aquellos individuos de mirada torva eran justamente los canallas. Más o menos eran todos parecidos. Igual había alguno que por timidez negaba el saludo, pero no era lo normal. A los engreídos se les reconocía porque ni miraban a los ojos ni devolvían nuestras inocentes salutaciones infantiles: los canallas siempre se entienden entre sí sin necesidad de mirarse a los ojos. Si realmente se miraran los unos a los otros descubrirían que hace ya mucho tiempo que caminan sin sombra y sin decencia.

La sensación de desarraigo comienza siempre en la palabra. No hay angustia mayor que sentirte extranjero en un lugar en el que ni siquiera sabes qué es lo que está diciendo la gente a tus espaldas. Por eso los canarios tiraron siempre hacia América cuando tuvieron que salir buscando nuevas tierras en las que asentar sus esperanzas de futuro. Sólo te acoge la palabra y la mirada limpia de quien te recibe. No debemos olvidarlo cada vez que nos cruzamos con quienes han venido desde muy lejos buscando lo que buscaron antes nuestros abuelos en otros continentes. No vale bajar la mirada. Si lo hacemos nos acabaremos pareciendo a aquellos indeseables que recorrían altaneros y engreídos las calles de nuestros pueblos.

CICLOTIMIAS

Todos los seres humanos tenemos, inevitablemente, una orilla común. Da lo mismo lo lejos que estés de la costa.

3 comentarios:

Juanjo dijo...

La mala educación y el libertinaje parecen ser contagiosos. El sitio dónde vivo, Marbella, un lugar de ensueño para muchos, no es más que un pueblucho de pesadilla y de indeseables. Va por ahí de ciudad sin saber que lo que tiene de ciudad es la falta de palabra cuando al final, nos conocemos todos.

También es posible que influya sobre nuestro desencanto el carácter personal de cada quién. Yo, por ejemplo, prefiero vivir en una gran ciudad, y estar solo sintiéndome solo que en este sitio degradado en el que te sientes solo acompañado de gente que conoces de toda la vida.

Editor dijo...

Es una pena comprobar cómo nos destrozan los paraísos y las ganas de vivir en ellos. En muchos lugares de Canarias pasa algo parecido a lo que cuentas. Un abrazo.

Treinta Abriles dijo...

Así es:

www.amigosdelcarpio.org/index.php?option=com_content&task=view&id=33&Itemid=27