16 de febrero de 2009

Tarzán


Hace unos días falleció Victoriano Fernández. Posiblemente su nombre no les diga nada, pero si les digo que con él murió Tarzán seguro que sobre la marcha dan un respingo y se adentran en este artículo con un poco más de curiosidad. Para cualquiera que pasara algún verano en el Puerto de Las Nieves de Agaete en los setenta o los ochenta del siglo pasado Victoriano era Tarzán. Cada tarde nadaba hasta Las Merinas o hasta las cercanías de Guayedra y, encaramado a cualquier roca, profería gritos emulando al rey de los monos. Así empezó, imitando el gorgorito selvático en las costas del norte o en cualquier presa de la zona. Luego su vozarrón se fue perfeccionando y estuvo durante muchos años cantando arias en una especie de teatro que abrió en la zona de los cascajos, justo delante de donde muchos años atrás Juanito el Inglés había construido artesanalmente la primera falúa con camarote que surcó las aguas culetas.

Cuando uno escribe del Agaete de aquellos años tiene la impresión de que vivió en un lugar situado entre Macondo y Comala. Había mucha magia, mucho misterio y muchos personajes como Victoriano. Los últimos años lo veía enfermizo, cabizbajo y melancólico sentado en el muelle viejo o en la zona de Las Salinas. Supongo que, como a muchos, la tristeza le vendría al contemplar cómo destrozaron impunemente el paraíso con un muelle antiestético y desproporcionado que encima quieren seguir ampliando. Ahora no sería posible que Victoriano se fuera mar adentro a cantar a Puccini o a Verdi, entre otras cosas porque ni siquiera se le oiría como le oíamos entonces desde todos los rincones de la costa. Al dejar de cantar empezó a morir. El silencio le iba carcomiendo por dentro, lo mismo que las construcciones y los desastres urbanísticos que afeaban el entorno.

Las películas no acaban cuando la pantalla se queda en blanco. Muchos de nuestros gestos los aprendimos con Humphrey Bogart, James Stewart o Cary Grant, lo mismo que los amores que buscábamos habían de tener, sin que nosotros nos diéramos cuenta, la belleza salvaje de Ava Gardner o una mirada entre Greta Garbo e Ingrid Bergman que nos convirtiera también a nosotros en protagonistas de nuestro propio sueño. A Victoriano, siendo adolescente, le marcó Tarzán. Nadaba como un campeón olímpico y era tan musculoso y fortachón como el que andaba saltando de árbol a árbol en las matinés de los domingos. Hasta el mismísimo Johnny Weissmuller quedó tan marcado con su interpretación que en los últimos años acabó asumiendo en la vida real el personaje que tantas veces llevó a la pantalla. Nos queda el grito que de niños imitábamos entre risas. Victoriano no convocaba monos cuando se daba al bel canto o al tarzanismo en la zona del Dedo de Dios. A su alrededor siempre revoloteaban gaviotas. Estos días seguro que habrán cantado para él.

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