6 de abril de 2009

Las palmeras

No podríamos imaginar estas islas sin palmeras. Ahora que el picudo rojo y los malos vientos se empeñan en echarlas abajo es cuando más necesaria se hace su reivindicación. No tendríamos la misma mirada de no habernos cruzado con los palmerales que encontrábamos en los barrancos o en las costas más paradisíacas de las islas. Le debemos el nombre de nuestra provincia y de la capital que nos identifica cuando viajamos lejos o vamos perdiendo poco a poco nuestros lugares de referencia. El emigrante canario jamás olvida la orilla de la que partió ni los palmerales que fue dejando atrás a medida que se adentraba en el océano. No seríamos los mismos sin la presencia siempre cercana de la Phoenix canariensis. Cuando vivía en Madrid y acechaba la nostalgia, lo único que me consolaba era la visita a la palmera canaria que está en el Botánico, muy cerca de la famosa estatua que tantas veces cantara Radio Futura en los años de la Movida. No había mar, pero las palmas lejanas que se mantenían a salvo del frío y de la canícula mesetaria me ayudaban a endulzar la distancia y esa saudade canaria que viene de nuestra herencia portuguesa.

La danza de las palmeras cuando sopla el viento que amenaza con derribarlas demuestra que incluso en los peores momentos hay que apostar por la belleza como arma de defensa. La palmera sólo baila para defenderse del viento, y cada una de sus palmas improvisa una danza armónica y estéticamente sublime. Si se empeñara en comportarse como el viento para luchar contra él caería irremisiblemente al suelo. A veces cae, pero lo hace con la dignidad que siempre conserva quien ha perdido sin traicionarse. Y además nosotros sabemos que no sólo el sauce es llorón: también las palmeras, recién mojadas por la lluvia o la tarosada, destilan lágrimas lentas. Algunas se condensan luminosas en támbaras y dátiles que contribuyen a que no perdamos la necesaria nostalgia atávica de los paraísos.

Las palmeras guardan entre sus sombras el eco de todos los pájaros luminosos que dejaron de arribar a estas costas cuando empezamos a confundir el paraíso con los reclamos satinados de las agencias de viaje. Aquellos pájaros fueron los primeros que llegaron huyendo del frío del norte. Los palmerales conservan los ecos de aquellas tardes de trinos festivos cuando caía el sol entre el jable y la sombra negra de los volcanes. También sabemos que no es el junco la única especie que se adapta a los vientos y a los grandes desajustes meteorológicos. Los canarios siempre hemos sabido que son las palmeras las que se doblan desde mucho más arriba para no caer. Pero ahora nos toca a nosotros evitar que los picudos que hemos traído desde muy lejos acaben echando abajo ese sueño. Ya no les vale sólo con haber aprendido a danzar para ganarle la batalla a los vientos.

4 comentarios:

Treinta Abriles dijo...

En mis "afortunadas vacaciones", no reconozco haber llegado a mi destino, hasta que no veo asomar a las palmeras.

Juanjo dijo...

Quizá tengan que adaptarse a la vida en sí, como nosotros. Cada día debemos prepararnos para una nueva embestida que, a veces, no sabemos por dónde va a venir o incluso de qué naturaleza va a ser.

Por el bien general, ojalá las palmeras sean fuertes y resistan estos envites, aunque el enemigo es poderoso...Maldita ignorancia y maldito interés económico

Anónimo dijo...

Esa imagen de las palmeras es evocadora, con sabor a tardes en silencio interrumpidas por sus "movimientos". Cada vez quedan menos, cada vez muchos intentan maltratar lo que hemos sido. Y el paisaje externo es parte de nuestro paisaje interno, lleno de vida.

Un abrazo con/sin nostalgia.

Editor dijo...

Coincido con todo lo que dicen, y estoy con Mucho que contar cuando comenta que probablemente las palmeras, como nosotros, se acabarán adaptando a los golpes inesperados que recibimos a diario. Eso sí, muchas palmeras y muchos humanos acabaremos pagando las consecuenciencias antes de que aparezcan soluciones. Pero así ha sido siempre, desde que éramos ectoplasmas, o desde que no éramos, ni las palmeras ni nosotros. La vida seguírá siempre aunque cambien las formas.