13 de abril de 2009

Nispereros

Hace unos días escribía sobre el protagonismo de las palmeras en cualquier fotograma que recuerde nuestro paisaje más cercano y reconocible. Pero no sólo es la palmera la que se cuela en los horizontes que se vienen con nosotros cuando estamos lejos, o cuando hace mucho tiempo que no regresamos a casa. También están los dragos, las araucarias y las higueras. Y aquellos laureles de indias de todas las plazas en las que aprendimos a volar sobre una bicicleta o a dar patadas a las chapas, a las pelotas o a cualquier piedra que se tropezara con unos zapatos que sólo sabían correr en busca de aventuras. Pero el árbol que mejor conserva el sabor de la infancia es el nisperero. Cada cual puede optar por el suyo. Todos tenemos un nisperero por el que trepábamos en busca de la rama más alta y del níspero más alejado de nuestros dedos liliputienses. Compartíamos con los pájaros la inmensidad del cielo azul que quedaba lejos, más allá de la fruta y de los deseos. Durante varias semanas al año sólo concebíamos la vida en las alturas. No sé cuándo decidimos quedarnos para siempre en el suelo. Ahora que podríamos subir más alto, ni siquiera estiramos la mano para ver si es verdad que los sueños se cogen siempre al vuelo.

La infancia tenía sus ciclos y sus leyes no escritas en ninguna parte. Sólo el colegio era capaz de separarnos de la bendita anarquía de los barrancos y de aquellas aventuras improvisadas que nos llevaban de los carros de cojinetes a las hogueras antes de que nos perdiéramos siguiendo el rastro de una cometa de papel cebolla que improvisábamos al final de la tarde. Era otra infancia y otra calle. Casi no había coches que pararan los partidos de fútbol de quince contra quince en los que cada gol nos volvía eternos y grandiosos, y en donde no hacían falta ni árbitros ni jueces para poner orden en el juego. Entonces los niños de pueblo y de ciudad nos diferenciábamos poco. Coincidíamos en un solo canal televisivo, pero jamás cambiábamos la tele por la improvisación festiva de la calle. Por eso los niños de hoy se aburren tanto: han perdido la calle y toda aquella enseñanza diaria de la vida que uno encontraba compartiendo juegos. Apenas conocíamos la virtualidad, y puestos a elegir, preferíamos siempre el sabor de los nísperos al más sofisticado juguete tecnológico.

Pero los nispereros ya no son saqueados por los niños. Van pasando las semanas de marzo y abril y uno ve cómo los nísperos se pudren en los árboles sin que aparezca nadie a darse un festín. El níspero es una fruta para los furtivos y los aventureros, pero presiento que los niños de este siglo veintiuno están confundiendo la aventura con la videoconsola. Y sin saberlo, están dejando de saborear su propia infancia: el almíbar del que luego se alimentan los recuerdos.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Tantas cosas que de niño eran cotidianas parecen evaporarse con el paso del tiempo. Parece que no hay espacio para ello, y creo que debería ser al revés. Volver a esos lugares comunes, costumbres que nos hicieron persona...Al menos poner nuestro corazón para que eso jamás se pierda por completo.

http://www.youtube.com/watch?v=Yql33tSqCHs

Un abrazo Santiago.

Antonio JP dijo...

Ay, Santiago... perros y nispereros: hermoso resumen de la vida.

Un abrazo

Treinta Abriles dijo...

¡Vaya, Santiago!

Lo del youtube te va a encantar

;-)

Aunque nunca llegué a estar de acuerdo con esta parte...

Treinta Abriles dijo...

http://www.youtube.com/watch?v=OHqNK80ETTs&feature=related

Editor dijo...

Qué bien se empieza el día con Cinema Paradiso, una de mis imprescindibles. La veo cada vez que puedo, pero jamás olvido el impacto de la primera vez. La vida se escribe en esas referencias aparentemente inocentes. Como Antonio, con nispereros y perros: si sumo los recuerdos de esos árboles y esos seres queridos justificaría de sobra con emociones mi paso por el planeta.