1 de junio de 2009

Esplendor

Creíamos que este último invierno no se iba a terminar nunca. Los que vivimos en las Medianías hemos llegado casi a las puertas de junio con el frío de diciembre o las lluvias de febrero. Probablemente siempre haya sido más o menos así, pero nuestra olvidadiza memoria se empeña en decir lo contrario, y una y otra vez estamos con la matraquilla de que nunca había llovido como este año, de que jamás había habido una ola de calor igual o de que el viento nunca había soplado con tanta fuerza y sonidos tan extraños. No nos damos cuenta que lo pasa con los vientos es que ya no los escuchamos sin tener la tele o la radio de fondo. Nada que ver con lo que oíamos en las casas de nuestras abuelas, con aquellos sonidos de coruja o de grillos y aquel viento que no dejaba de ulular toda la noche. Antes llovía lo mismo, e incluso me atrevería a decir que llovía mucho más, y caían granizos cada dos por tres que cuajaban en los jardines para que nosotros creyéramos que era nieve. También el calor era similar, y si fuéramos capaces de mirar con honestidad el pasado nos daríamos cuenta de que se llevaban peor aquellas oleadas de aire caliente que nos arrastraban a la playa a las tantas de la noche para tratar de escapar del fuego ambiental que no nos dejaba conciliar el sueño. Pero preferimos olvidar para convertir la vida en un espectáculo diario. Nos creemos la medida de todas las cosas.

Sí es verdad que cuando llueve como ha llovido este año los paisajes de la isla se vuelven impresionantes. Todo está verde y florido en nuestros campos. Los tajinastes, las retamas o las flores de mayo alfombran los horizontes de cualquier valle. Por eso nos viene tan bien cada otoño y cada invierno. Nos vale para saber que todo pasa, que lo que es barro, hielo y tallo seco y pelado se vuelve, si se aguanta el tiempo necesario, incluso más bello de lo que era antes. En invierno nos parece siempre mentira la primavera, y en primavera nos olvidamos de las inclemencias del invierno. Es lo mismo que nos sucede a nosotros con nuestro devenir cotidiano. En medio de las tormentas que estamos viviendo creemos que sólo nos espera el Apocalipsis, pero ya ha habido borrascas peores antes de venir nosotros, y siempre termina saliendo el sol y cambiando milagrosamente lo que parecía imposible de regenerarse. Nuestro paisaje debe ser una metáfora a la que agarrarnos en estos tiempos que parecen tan caóticos y desnortados. Ya vendrán mejores días. Y luego pasará como con esta última primavera, que a mayores lluvias mayores esplendores. Todas esas alegrías que están por llegar serán más intensas que las que veníamos viviendo sin darnos cuenta de lo afortunados que éramos cuando estábamos habitando tan cerca del paraíso.

3 comentarios:

josé luis dijo...

Tal vez, por esa capacidad de olvido, nos asombramos cada día de los cambios en tantas cosas. Es bueno extrañarnos, nos mantiene más expectantes y humanos...

Anónimo dijo...

La lluvia permite que el paisaje varíe con cada gota. No hay remedio, y el Sol colabora también a que la visión de lo que nos rodea no nos deje indiferentes. Al menos a algunos.

http://www.youtube.com/watch?v=s7I1rPG_vlc

Un abrazo Santiago.

Editor dijo...

De acuerdo contigo, José Luis, hay mantenerse expectante todo el rato, sobre todo ante las pequeñas cosas.

La naturaleza siempre es un recuerdo placentero, y la lluvia y el sol avivan siempre esos recuerdos.