27 de julio de 2009

Emigrantes

Nuestra sangre corre por toda América. En Venezuela, Cuba o Argentina podemos encontrar gestos similares a los nuestros, mapas genéticos casi idénticos y el mismo color de ojos que heredamos de nuestros bisabuelos. Es fácil, por tanto, ponernos en su lugar e imaginar el desgarro, la pena y el desconsuelo que tuvieron que sentir al marcharse, muchas veces para siempre, a tierras lejanas y desconocidas. Sólo había que ver las lágrimas del emigrante Juan Magdalena en la última entrega del programa de la televisión autonómica Nuestra América. Salió de Hermigua para Caracas con 19 años y, aun con más de cuatro décadas de ausencia, no dejaba de llorar cada vez que recordaba cualquier detalle de su pueblo y de su familia. Le sucede a todos los emigrantes, pero los insulares quedamos más heridos y nos mostramos más inconsolables: somos una isla que necesita estar siempre cerca de su mar. Da lo mismo la fortuna, la suerte o lo cosmopolita que sea la ciudad que habitemos porque siempre se quiere volver. Sólo concebimos la llegada al puerto de partida. Ya todo eso estaba en La Odisea y en el viaje de vuelta a Ítaca de Ulises. Da lo mismo que luego no regresemos nunca. Lo único que nos mantiene vivos es la posibilidad del retorno.

En ese mismo programa se contó la historia de Inés Molina, una grancanaria que vivía en Buenos Aires y que tuvo que salir de la isla por las represalias franquistas contra su padre. Salió de Guía junto a sus padres y su hermano Gustavo dejando amigos que no ha olvidado ni un sólo día de su existencia. Gustavo murió hace unos años, pero Inés era capaz de recordar cada calle de adoquines y cada rincón añejo de la ciudad de Luján Pérez. También recordaba el nombre de su novio infantil. Decía que Chago le había prometido que la esperaría para casarse cuando ella volviera de América. Inés tenía entonces seis años y Chago siete, pero ella no había olvidado aquella promesa. En el programa lograron comunicar con Chago y los pusieron en contacto por teléfono. Los dos se habían casado y habían tenido varios hijos. Sabían el uno del otro por referencias cada vez más espaciadas. Hablaron de recuerdos y de nombres lejanos, pero su incipiente amor quedó en el olvido para siempre. Aun así, Inés mantenía toda la vinculación con su isla a través de un pequeño rincón de recuerdos que tenía en su casa de Buenos Aires. Lo de su novio y su pueblo era un amor platónico que necesitó mantener vivo todo el tiempo para no extraviarse y para saber quién era y de dónde venía.

Juan había salido de Hermigua huyendo del hambre e Inés había dejado Gran Canaria escapando de la represión franquista contra los republicanos. A los dos les cambiaron los escenarios de su biografía y el destino de sus querencias. Se merecen toda nuestra admiración.

2 comentarios:

Treinta Abriles dijo...

Las lágrimas de los emigrantes, siempre me han hecho llorar. Nunca he vivido cerca del mar y sin embargo, siempre me he sentido muy cercana a este sentimiento y lo que podía significar.

La imagen que esa gente, que no volvió, tiene de la isla, es la más pura, la más inocente, la que nunca ha sido mancillada por nada...

Por eso, nunca debieron ponerle en contacto con Chago... todos tenemos derecho a guardar una parte idealizada en el recuerdo de cómo pudo ser lo que nunca será, y con nuestra imaginación, enriquecerla a nuestro antojo.

Esa idea irracional, tira de nuestra vida en las ocasiones que ya no nos queda nada. Es un mecanismo de supervivencia.

Editor dijo...

Es verdad que a lo mejor es conveniente, por lo menos en algunos casos, mantener las utopías a salvo y no llegar nunca a la meta o al reencuentro. Un abrazo.