6 de julio de 2009

La cueva

Aquí el domingo llegó más tarde que al resto del país. Hace setecientos años aquí no había domingos, ni lunes por la mañana, ni tampoco esos viernes que mueven al optimismo desde que suena el despertador. Entonces en las islas se miraba al sol como una divinidad, se vivía con la sapiencia de lo inevitable y el planeta empezaba y terminaba en el horizonte que tenían delante de sus propios ojos. La verdad es que yo lo daría todo por volver a ver aquellos horizontes. Me imagino la vista de la playa de Las Canteras desde la Cumbre, con el jable y las dunas brillando como vetas de oro lejano y luminoso. De vez en cuando cruzaría algún barco, pero los que habitaban las islas habían querido olvidar el arte de la navegación, supongo que para no tener tentaciones de abandonar el paraíso.

No somos los primeros que habitamos este espacio, ni tampoco los últimos. Yo particularmente pertenezco a una generación que no recibió ninguna información en el colegio sobre los ancestros que habitaban estas islas antes de la conquista. Y lo queramos o no hay mucha sangre guanche por nuestras venas. No reivindico una vuelta atrás, pero sí creo que nos falta una mirada sin ira, sin fanatismos y sin interpretaciones interesadas. Muchos de los pueblos que hoy habitamos, o las fincas en las que cultivamos plátanos o tomates, fueron elegidas hace años por quienes vivían en cuevas y veían pasar la vida mirando hacia un cielo parecido al que nosotros vemos ahora. No sabían por qué diablos se formaba la calima, o por qué llegaba la noche cuando el sol caía junto a un volcán que no sé si entonces ya se llamaría Teide. Los canarios llevamos en nuestras venas la herencia genética de muchas culturas y muchos pueblos. Lo bereber, lo normando, lo andaluz, lo senegalés, lo gallego, lo portugués o lo genovés se reconoce en las pieles y en las miradas que uno se tropieza a diario por la calle. Ya no habitamos cuevas, pero no podemos olvidar nuestro mestizaje para mirar al mundo con una visión universal. Fuimos lo que ahora mismo está siendo el planeta con el trasvase de culturas, de personas y de razas de un lugar a otro. Vivimos en el Atlántico pero hemos heredado la cultura del Mediterráneo o los ritmos y las cadencias del Caribe. Por eso cuando miramos al mar nos reconocemos tanto: cada vez que nos dejamos llevar por la inercia de las olas estamos haciendo un viaje al pasado de todos los que nos precedieron navegando ese mismo océano. La memoria debe servir para no olvidarnos de nosotros mismos. No somos una generación espontánea que ha caído en estas islas conectada a Internet y con aviones esperando para salir a cualquier parte del planeta. No debemos olvidar nunca que venimos de lejos, de muy atrás, de un tiempo en el que ni siquiera existían los domingos.

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