17 de agosto de 2009

Escribientes

Estaba delante de la placa de una calle que transito casi a diario. Se acercaba, pasaba un paño y luego se quedaba extasiado mirando el brillo de las letras que inmortalizaban el recuerdo de un egregio personaje. Cuando vio que yo me paraba a mirar lo que estaba haciendo, me preguntó si me gustaba la placa. Le dije que estaba de acuerdo con ese homenaje al personaje blasonado. Tosió, simuló indignación y me aclaró que él me estaba preguntando si me gustaban las letras. Me dejó descolocado. Le respondí que estaban muy logradas. Entonces el hombre suspiró ufano y pasó a contarme el proceso que había seguido para que las letras tuvieran lo que denominaba un toque especial. Para él lo único importante era la labor artesana que había estilado. Se sentía el hombre más dichoso del mundo viendo su obra. Él decía que la admiraban miles de personas cada día, y no iba a ser yo el que echara abajo sus pequeñas ilusiones explicándole que el trazo de las letras era lo menos importante de la placa conmemorativa. Le dije que era un tipo afortunado y lo dejé mirando alelado su trabajo. Me habló también de otras creaciones suyas que están por la ciudad, y si lo dejo me lleva a San Lázaro a recorrer las lápidas que grabó en sus muchos años de profesión.

Una vez me alejé, me dio por pensar que a lo mejor tenía razón. Nunca valoramos los pequeños trabajos que encontramos por la calle. Aquella placa, por ejemplo, también tuvo que tener otro escribiente que supo ajustar un sujeto, un verbo y un predicado, pero nunca conoceremos a ese escribiente a no ser que se una al grabador en la reivindicación diaria de su trabajo. Y la cosa es que, al paso de un par de miles de años, puede que lo único que quede sean esas letras grabadas en el mármol. Es lo que ahora mismo nos pasa con los restos arqueológicos que encontramos. Casi nunca sabemos de quién se escribe cuando aparecen las inscripciones, pero admiramos los trazos cruciformes o las frases que eligió el escribiente anónimo. Me he vuelto a encontrar varias veces con el artesano obsesionado con el mármol callejero, y más de una vez lo veo dándole explicaciones a algún pusilánime que se detiene junto a él. También suele parar a los extranjeros y les explica los detalles de su trabajo en un castellano macarrónico que él cree que se puede asemejar mejor al sueco o al inglés. Yo trato de alejarme todo lo que puedo cuando voy y vengo por esa calle que frecuento casi a diario, pero sí reconozco que me emociona el brillo de sus ojos cuando mira la placa. No sé nada de su vida, ni si tiene otros motivos personales para sentirse dichoso y satisfecho. No me atreví a preguntarle qué grabaría para siempre en un mármol si alguien le dejara elegir el contenido de la placa alguna vez. Se le ve siempre solo. Probablemente optaría por la palabra cariño.

2 comentarios:

Treinta Abriles dijo...

¡Hay tantos mundos en este! Saber sobre el brillo de las letras de las placas, es otro mundo más.

Lo triste, es que se esfuerza en que ese saber no se pierda. Y para ello, ha de asaltar a gente anónima, y todo su saber, salvo por el interés que pueda despertar al viandante, se esparcirá yermo, como un sermón en medio del desierto.

Editor dijo...

...Pero siempre queda algo de todo lo que vamos haciendo. Un abrazo