28 de septiembre de 2009

Las llaves

La primera responsabilidad de nuestra vida la asumimos el día en que nos entregaron las llaves. No sabíamos entonces que ya estaríamos encerrados de por vida. Hablo de cuando éramos niños y tuvimos por vez primera en las manos las llaves de nuestra propia casa. Hasta ese momento dependíamos siempre de los otros, y en ningún momento nos habíamos quedado solos entre las primeras cuatro paredes que conocimos. Ya había amigos que presumían de galletones con el manojo de llaves en el bolsillo del pantalón del uniforme, pero nosotros también queríamos ser los protagonistas, tener en nuestra mano la entrada y la salida a nuestra propia casa, ganarnos la confianza para que nos dejaran solos y para saber que por fin se nos consideraba mayores. El sueño siempre era hacerse mayor para evitar los dos rombos y para poder hacer todo aquello que se nos prohibía. Luego nos hacemos mayores y casi todo sigue igual de inalcanzable, pero ése es otro cantar, aunque está bien recordar de vez en cuando que somos un sueño cumplido, aquel mayor que recreábamos en el patio del colegio o en las elucubraciones de las tardes más volanderas de la infancia.

La primera vez que abrimos la puerta de casa con nuestra propias llaves nos dimos cuenta de que todo iba a ser distinto. Ya dependía de nosotros la seguridad, el cuidado y la responsabilidad de dejar las luces encendidas o la propia puerta abierta cuando salíamos a la calle. Luego todo eso se fue convirtiendo en rutina y hemos ido acumulando otras llaves de otras casas a medida que íbamos cumpliendo años. También estaba la llave antigua de la casa de nuestras abuelas, tan grande y tan añeja que cuando las vemos ahora en los anticuarios nos parece mentira que nosotros llegáramos a abrir alguna puerta con ella. Después hemos ido teniendo las llaves de los apartamentos de verano, las de los pisos de estudiante, las de los lugares de trabajo y las de los amores que han ido compartiendo nuestra vida. Nunca las guardamos cuando dejan de ser útiles. Realmente no sabemos qué hacemos con ellas. No acaban en el fondo del mar como decía la machacona canción. Las vamos dejando y yo creo que ellas mismas van desapareciendo discretamente. También han pasado a mejor vida aquellas llaves enormes de los hoteles con el plomo decimonónico y bruñido que hacía de llavero. Nos encantaban los hoteles por el ritual de aquellas llaves que quedaban en su casillero hasta que regresábamos. Ahora nos dan una tarjeta magnética que enciende hasta la luz. Es más cómodo, más práctico y más discreto, pero también menos romántico. Ha ganado el microchip. Lo de las llaves es un aviso. Poco a poco, a nosotros también nos irán convirtiendo en un simple de código de barras.

2 comentarios:

mgab. dijo...

sí, siempre me ha parecido una etapa fundamental esa de recibir o entregar las llaves. recuerdo esa duda del cuándo las teníamos que dejar a nuestro hijo... era el primer paso a la mayoría de edad, otro desprenderse de la propia infancia, un acto que ya ahuyentaba un poco más la inocencia..

Editor dijo...

Quizá sea uno de los primeros momentos en los que uno tiene que empezar a asumir responsabilidades. Y también las consecuencias de lo que hace. Un abrazo