9 de noviembre de 2009

Sustratos

No somos más que la punta de nuestro propio iceberg. Ni siquiera nosotros mismos somos capaces de saber lo que queda oculto debajo de lo que no vemos. Vamos caminando y olvidando, acumulando recuerdos que luego nunca más rememoramos, mirando de soslayo paisajes que creemos que no se graban para siempre en nuestro cerebro o tropezándonos con cientos de personas anónimas cuando transitamos por las aceras de medio mundo. Pero todo eso queda para siempre. Da lo mismo que no te esfuerces en guardarlo. La vista, el tacto, el olfato y el oído se encargan de perpetuar cada una de tus vivencias. Nada de lo que miras lo pierdes para siempre. Queda el sustrato, el fondo que no ves, esa sentina que luego te salva milagrosamente cuando creías que no ibas a tener fuerzas para salir de una crisis o superar una separación. Por eso hay que andar con mucho tiento, teniendo siempre en cuenta dónde posamos los ojos y con quién elegimos compartir nuestros propios pasos. Hay que intentar que los olores más nauseabundos de la cotidianeidad no encuentren nunca acomodo en nuestro cerebro, o tenemos que alejarnos todo lo posible para que no terminen contaminando nuestro recuerdo.

Ese sustrato también contiene todo lo que memorizaste de niño y no has vuelto a recordar en toda tu vida. Siempre te habrás preguntado que dónde estarán las declinaciones de griego o de latín, la fórmulas de la trigonometría o aquellos ríos con sus afluentes siempre tan lejanos y tan desconocidos. Todo eso que fuiste memorizando también forma parte de ese sustrato que te salva o te condena en función de lo que hayas ido guardando a lo largo de tu vida. Lo que memorizabas no servía sólo para aprobar los exámenes. Aquellas declinaciones de latín, por ejemplo, te ayudan ahora a ordenar las ideas y a actuar con una cierta coherencia cuando el caos amenaza con echarlo todo abajo. Lo que queda es una especie de urdimbre, unos cimientos sobre los que luego te vas edificando a ti mismo a lo largo de toda tu vida. Ya sabemos que somos unos ignorantes de nuestro propio cerebro. Hemos llegado a la luna, pero no hemos sido capaces de descifrar más que las primeras capas de ese entramado milagroso que nos mueve a diario. Sí sabemos, o por lo menos lo presentimos, que esa maquinaria milagrosa que nos regala sueños y sorpresas cada día, depende mucho del alimento que le vayamos dando a través de nuestros sentidos. Cada cual se condena o se salva sembrando discordias o tratando de aspirar a la armonía. Nada carece nunca de importancia, y uno sabe que es en ese desván que nos regala el tiempo donde a veces se escribe lo más importante de nuestra propia historia.

2 comentarios:

Treinta Abriles dijo...

Siempre me sorprende y me enternece ver cómo, en personas desgastadas, enfermas, cercanas a la muerte, realidad, sueños y recuerdos son la misma cosa.

Este fin de semana, me contaba mi madre, que una vecina, empezaba a perder la cabeza seriamente y debería ser internada, para que pudieran cuidarla y vigilarla mejor. Que seguía normalmente la conversación, pero en un momento, saltaba décadas atrás, pensando que su madre y su hemano la esperaban y tenía que volver a un sito imaginario, situado en una escena vivida, difícil de encuadrar.

Creo que, en el último momento de tu vida, necesitas irte pensando que tienes una madre que te cuída y te quiere, como cuando eres un niño. Vivir una segunda niñez. Y que eso, es un recurso de tu propio cerebro, para que todo sea un poco más fácil.

Editor dijo...

Lo que has escrito es muy emocionante. Es cierto que cuando llega la senilidad se cierra un bucle y se vuelve de nuevo a la infancia, o se recupera aquel espacio del que nunca debíamos haber salido del todo. Un abrazo.