2 de noviembre de 2009

Saint-Saëns

Villa Melpómene era para nosotros una de esas mansiones señoriales que nos encontrábamos entre las fincas del norte de Gran Canaria cada vez que decidíamos aventurarnos en busca de nuevos territorios. Nos juntábamos tres o cuatro amigos de la infancia y desafiábamos muros de piedra, barrancos y precipicios para descubrir que el mundo no empezaba y terminaba en los límites en los que nos permitían movernos nuestros padres. Siempre que dábamos con una mareta, con unas cuevas o con mansiones como Melpómene nos sentíamos como aquellos conquistadores que protagonizaban las clases de historia en el colegio. Pocas veces he vuelto a sentir aquella sensación de estar descubriendo el mundo. Podemos viajar de punta a punta del planeta, pero creo que era más emocionante el descubrimiento de cualquiera de aquellos barrancos todavía con agua y con una vegetación casi paradisíaca que la llegada ahora a Nueva York o a Buenos Aires.

Melpómene estaba entonces en medio de las plataneras. Cuando nosotros la descubrimos no sabíamos que allí había pasado largas temporadas el músico francés Camille Saint-Saëns. Llamaba la atención el colorido de la casa y los múltiples detalles ornamentales que nada tenían que ver con lo rústico de los establos cercanos o los surcos de las referidas plataneras. Ya con el tiempo, sí volví a Melpómene tratando de imaginar hacia qué horizontes se perdería la mirada del músico cuando buscaba el sosiego o la inspiración. A principios del siglo veinte, aquel paisaje no distaría mucho de lo que identificaríamos con el paraíso. Los verdes de las plataneras y las montañas cercanas contrastarían con la luminosidad volcánica de un pico de La Atalaya aún sin alicatar casi hasta su cima. Por ambos lados vería el mar, y al fondo, hacia el oeste, el Teide se confundiría con las brumas rojizas del arrebol cuando el músico dejara el piano y se acercara a escuchar el sosiego de la naturaleza. Todas esas sensaciones quedarían para siempre en sus acordes. Si escuchamos a Saint-Saëns podemos estar escuchando el paisaje que él miró todas aquellas tardes que, en distintas temporadas, pasó en el municipio de Guía. En sus acordes se reconocerán los cantos de pájaros mañaneros, el ulular del viento entre las plataneras y el silencio que se hace música cuando somos capaces de adentrarnos en él con todas sus consecuencias. El músico francés llegaba siempre a la isla escapando de una vida convulsa en los años en que París era la gran capital cultural del mundo. Nunca sabremos si aquí encontró todo lo que buscaba; pero en su música sí quedó grabado para siempre el eco lejano de aquel paraíso que entonces habitaban nuestros antepasados.

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