18 de enero de 2010

Piratas

Yo he vivido mucho tiempo en Londres, pero justo ese día no estaba cerca de Hyde Park. Yo ese día estaba en Santa Brígida abriendo los regalos de Reyes y haciendo planes con la familia. Vivía uno de esos momentos relajados que te ayudan a valorar lo bello de la vida. Pero ya digo que eso era en el mundo real. En el otro mundo, en el virtual, alguien estaba en ese preciso momento enviando un correo electrónico a todos mis conocidos diciendo que yo estaba en Londres con un serio problema personal y que necesitaba urgentemente dinero. Justo cuando iba saliendo de mi casa empecé a recibir llamadas de amigos: un pirata informático había accedido a mi cuenta personal de correo electrónico, había cambiado mi contraseña y estaba disponiendo de mi identidad y de toda la documentación almacenada. Y también, claro, de todo el listado de amigos que recibían estupefactos mi supuesta petición desesperada. Empezaba la pesadilla.

He tardado en escribir este artículo porque quería acercarme a él con una cierta distancia. Realmente quería escribirlo tirando de la ironía, pero aún tendré que dejar que pase mucho más tiempo para poder hacerlo de esa manera. De momento he pasado unos días infernales. Tuve que denunciar en la comisaría de policía, anular tarjetas de crédito y ponerme a pensar en toda la información personal que podía tener archivada en ese correo. No tenía copia de seguridad de esos contactos: si ustedes tampoco la tienen, ya están tardando en acercarse al ordenador a hacerla de inmediato. Esa confianza ciega en las tecnologías estuvo a punto de hacerme perder el contacto con muchísimos amigos. Pero lo peor es que cuando tratas de resolver el asunto con la empresa que gestiona tu cuenta de correo te das contra una pared. Sólo pedía que bloquearan al pirata, pero no había manera de que me hicieran caso. Pasaban los días y uno temía que ese desaprensivo siguiera haciendo barbaridades en mi nombre. Tardé una semana en acceder nuevamente a mi propio correo. Me quedé sin disfrutar del día de Reyes y he entrado en el nuevo año tratando de rehacer poco a poco los destrozos provocados por el maldito hacker. No he sido el único. Por esos días le hicieron exactamente lo mismo al último premio Cervantes, José Emilio Pacheco, y a otros muchos miles de anónimos. Lo que nos salvó a casi todos fue la pésima y burda redacción de la misiva. De entrada decía que estábamos varados en Londres, como si fuéramos ballenas o falúas cargadas de nasas y trasmallos. Por una vez, la escritura nos sirvió de escudo contra los desaprensivos. Un tipo con esa capacidad de hacer daño nunca sabrá combinar correctamente las palabras para que suenen a verdad. Mis amigos sabían que yo nunca escribiría de esa manera. No cayó ninguno en la trampa.

3 comentarios:

Treinta Abriles dijo...

¡Qué agobio Santiago!
Pero miraló por el lado bueno: "Te has acercado al último premio Cervantes sin saberlo"

Pocas cosas tan personales como la forma de escribir de cada uno. Hace unos años, empecé a recibir anónimos de un "admirador". No eran ofensivos, pero sabía demasiado de mí y cuando dijo que me veía en la calle, me empecé a asustar.

En un momento, dejó de escribir con una excusa absurda, pero, para entonces, yo ya sabía quién era. Hacía tiempo su forma de expresarse, le había delatado. Nunca le dije nada...

Anónimo dijo...

A nosotros nos sonaba a triquiñuela pero por si acaso entre todos decidimos averiguar...por si las moscas!!!
Saludos

Editor dijo...

Hola, Bea, al final, como dices, he sacado muchas conclusiones positivas de ese ataque informático. Todo en la vida acaba teniendo su lado bueno si uno tiene la suerte de tener tiempo para comprobarlo. Un fuerte abrazo
*
Fueron muchos los amigos que, aun suponiendo la mentira, llamaron o buscaron la manera de estar seguros de que no era yo el que estaba en apuros. No hay nada tan grato en la vida como sentirte querido por aquellos a quienes quieres. Y en eso creo que soy un afortunado. Un abrazo.