1 de febrero de 2010

Ícaro

Volar siempre fue un sueño para el hombre que nos precedió. A mí de niño me impresionaba la historia de Ícaro y su anhelo por alcanzar el cielo con aquellas llamativas alas de plumas que reproducían los textos escolares. No entendíamos por qué se le tenían que quemar las alas. Levantábamos la vista mirando hacia los celajes que se veían a través de los ventanales del aula y nos veíamos nosotros como Ícaro, volando libremente por los aires en medio de las palomas que se posaban en el pretil de la ventana para regocijo de nuestro bendito despiste soñador. Ya nosotros conocíamos los aviones; pero no dejaba de sorprendernos el mito de aquel Ícaro alzando baldíamente sus grandes alas por los luminosos cielos de la infancia. Aún no habíamos leído a Blas de Otero, ni sabíamos que el hombre no vuela porque no es más que un ángel con grandes alas de cadenas.

Con el paso de los años, aquel sueño volandero se cumplió a medias: podemos volar cerca del sol sin que se nos quemen las alas, pero no lo hacemos por nosotros mismos. Para nuestra desgracia dependemos de los aviones, de los pilotos, de los controladores, del precio del petróleo y del guardia jurado que te humilla haciéndote quitar los zapatos y el cinturón. Últimamente, además, vemos cómo nos roban muchas horas de nuestra existencia mirando a unas pantallas en las que casi siempre encuentras un parpadeante delayed que te pone de los nervios. Los canarios no tenemos más remedio que volar si queremos ver mundo. Podríamos navegar, pero entonces sí que no llegaríamos a tiempo a ninguna parte. No tenemos otra opción que armarnos de paciencia y desear que el controlador o el piloto de turno decidan que ya está bien de hacernos la puñeta. Te obligan a estar mucho tiempo antes de la salida en los aeropuertos, pero luego nadie te pide disculpas por los permanentes retrasos. Y antes de entrar a la zona de embarque te colocan en unas colas vergonzantes y te tratan como si fueras un presunto terrorista con la martingala de la seguridad. Me parece perfecto lo de la seguridad, pero seguro que hay formas más educadas y menos estresantes de garantizarla. Cada vez que a alguien le pita el escáner, ves cómo se le saca de la fila, se le cachea, se le vuelve a hacer pasar por debajo del aparatito de marras y se le expone al oprobio público con el pantalón medio caído y en calcetines. Tiemblas siempre que te acercas a ese aparato. Y todo lo que cuento sucede sin que todavía hayamos emprendido ningún vuelo. Creo que Ícaro tenía las cosas más claras que nosotros: su vuelo no era más que un tránsito placentero cercano al milagro y a los sueños. Sólo le falló la tecnología. Nosotros ni siquiera hemos aprendido a salir airosos de los aeropuertos.

2 comentarios:

Treinta Abriles dijo...

A mí me también impresionaba. No entendía cómo un hombre tan inteligente y luchador, que se oponía a la fuerza de la gravedad y a las opiniones agoreras, intentando cambiar la realidad, podía tener ese final. Fue mi primera reflexión de lo injusto de la vida, que, a pesar de mis diez u once años, me hacía entristecer y caer en la apatía.

Editor dijo...

Para mí fue también una de las primeros cuentos ciertos de la vida. En casi todos los demás acababan comiendo perdices. Aquí se nos enseñaba lo que íbamos a encontrar luego tantas veces. Un abrazo