8 de febrero de 2010

Máscaras

Ni siquiera cuando te asomas al espejo eres siempre el mismo. Cada minuto que pasa cambia tu mirada. En la vida no hacemos más que ponernos y quitarnos máscaras todo el tiempo. O nos las ponen y nos las quitan, unas veces el azar y otra la gente que nos mira. Nunca seremos el mismo para dos personas diferentes. Cada una de ellas tendrá una imagen distinta de nosotros. Como nosotros de ellos, como ustedes de cualquiera que esté en este momento a su lado. No sólo hay licencia para el disfraz y la careta en el teatro o en los carnavales: todas nuestras interpretaciones diarias se vuelven creíbles porque sabemos hacer uso de esas máscaras. Tu propio gesto te va dibujando poco a poco la cara con la que te asomas al mundo, el rictus que te identifica y el brillo de unos ojos que siempre se asoman desde el fondo de todas las caretas.

Andamos estos días celebrando los carnavales, o eso dicen. No encuentro los carnavales en la vida diaria como cuando los encontraba de niño en las calles de mi pueblo. Durante un par de días, todos nos vestíamos con las ropas viejas de los trasteros y con caretas de colores estridentes que se iban destiñendo con el paso de los años. Salías a la calle distorsionando la voz y promoviendo la duda entre los que te veían. Éramos mascaritas y pedíamos huevos por las casas. Formaba parte de un rito arraigado que moría el miércoles de ceniza cuando te trazaban una cruz en la frente. Al paso de los años sí aparecieron algunas murgas que cantaban con ironía valiéndose de letras entendibles que criticaban la actualidad más cercana. A las murgas de ahora no hay por donde cogerlas, y eso que tienen mejor megafonía y hasta karaokes por si quieren ensayar en casa para convertirse en Pavarottis. Casi todas las letras son burdas y chusqueras, o eso se deduce de los dos o tres estribillos que logras entender entre el griterío imperante. Viven tan al margen de la realidad como los propios carnavales que tratan de vendernos. La cosa no pasa de ser un parque temático que cada día se parece más a las Fallas de Valencia o a Eurodisney. No se ve el carnaval en las calles de los barrios y los pueblos de la isla. Si acaso aparecen los chiquillos disfrazados para ir al colegio, pero eso también está teledirigido y no tiene nada que ver con la espontaneidad de nuestras influencias africanas y caribeñas. Al carnaval le pasa como a los partidos de la Unión Deportiva Las Palmas en el estadio de Gran Canaria: se ha convertido en un espectáculo desangelado y televisivo que no cuenta con el calor del público. Supongo que tendrá que ver con estos tiempos cada día más asépticos y aburridos. Los goles en Siete Palmas parece que son siempre en diferido. Dicen que es porque ya el equipo no tiene alma. El carnaval tampoco.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Pues qué pena, Santiago... ¡De cuantas penas de posguerra libró el carnaval! Ese prohibido que perdió su encanto justo al llegar la democracia.
¡Paradojas de la vida!

Beatriz

Editor dijo...

A veces sucede eso, Bea, que lo que no está a nuestro alcance lo acaba matando la rutina. Un abrazo