13 de abril de 2010

Campanas

Ha vivido en muchas ciudades del mundo. Mantiene a salvo el olor de muchas casas, los paisajes que ha mirado en las largas tardes de domingo y los recorridos que ha ido siguiendo para ir al trabajo, a la universidad o a algún café recoleto y en penumbra que sabía de sus nostalgias. Ha conocido a muchos hombres de los que escriben la historia a través de sus libros o de las decisiones que toman cada día. No se puede quejar de su destino. Incluso en el amor ha tenido mucha suerte. Amanece sabiendo que la vida se enciende a diario cuando abrimos los ojos y subimos las persianas, que siempre importa poco lo que hayamos logrado el día anterior.

Me había escrito hacía unas horas un correo electrónico directamente desde su teléfono móvil. Quería saber si las campanas de Santa Ana estaban sonando a las doce del mediodía como él las recordaba ahora en otra ciudad lejana, en otro continente, lejos de su casa y de sus recuerdos. Me pedía que me acercara a Vegueta, que las grabara y que le enviara la grabación lo antes posible. Hay amigos a los que uno no hace preguntas cuando requieren algo de nosotros. Casi nunca piden nada y te dan todo lo que tienen. Éste de quien les hablo es uno de ellos. Logré salir un momento del trabajo, me fui a Santa Ana y traté de buscar el mejor sitio para grabar el sonido de las campanas que inspiraron a José María Millares. Finalmente subí a la torre de la catedral junto a un grupo de chonis requemados por el solajero de Maspalomas y cargados de cámaras digitales. Lo que hice, al mismo tiempo que grababa en un aparato de mp3, fue llamar por teléfono a mi amigo para que escuchara las campanas en directo. Estaba dormido en el otro lado del mundo. Lo había asustado llamándole a las tantas de la noche, pero no escondía su emoción por el momento que iba a vivir. Yo también me emocioné con el sonido de las campanas de Vegueta. Vivo en esta isla, pero entre una cosa y otra hacía años que no las escuchaba; o si las había escuchado seguro que habían quedado silenciadas por los bocinazos y las máquinas tragaperras. Abajo, la ciudad parecía que se había detenido en el tiempo. Sólo me llegaba el sonido de una viola procedente de la plaza del Pilar Nuevo. Mi amigo lloraba desde el otro lado del mundo. Me dio las gracias. Otras campanas cercanas le habían hecho añorar las campanas de su infancia. Ni siquiera hacía falta que le enviara la grabación. Ya había vuelto a casa, a un escenario de su vida que era capaz de recrear con el simple tañer de unas campanas. Yo bajé nuevamente con otro grupo de chonis. He regresado a mi mesa de trabajo y me he sentado a escribir esto que ahora lees para intentar que no se extravíen las emociones. Bastó un sonido de campana para cambiar el destino del día que estaba viviendo.

3 comentarios:

Belkys dijo...

Entiendo a tu amigo más que nadie en el mundo(esta expresión siempre exagera un poco).Mi abuela solía acercarle el teléfono a mi perra para que escuchara mi voz y yo, a miles de kilómetros,pudiera sentir su presencia y sus dulces ladridos(sé que esto puede sonar ridículo a mucha gente). No recuerdo ahora cuántos kilómetros separan al Caribe del Círculo Polar Ártico. Allí estaba yo, en el techo del mundo, con mis añoranzas, soñando con sabores, olores, texturas, lugares, sonidos. Pero, no me quejo, ahora estoy aquí, más cerca del trópico, leyendo una historia que me emociona y escrita en mi propio idioma.¿Qué más puedo pedir?Gracias y un abrazo.

Treinta Abriles dijo...

Es imaginar el tañer de las campanas y... trasladarme a Toledo.

Editor dijo...

Lejos de casa, Belkys, a mí también me han puesto a mis perros al teléfono. Reconocen nuestra voz, pero no nos huelen, y lo que hacen es que miran con cara de sorpresa a la persona que tienen al lado, y luego lamen el auricular para intentar lamer las heridas de nuestra propia distancia.
*
Cada uno de nosotros, Bea tiene unas campanas a las que volver. He tenido la suerte de escuchar muchas veces las de Toledo, incluso al amanecer, cuando la ciudad aparece aún más hermosa de lo que es.