3 de mayo de 2010

El hilo de los días

La vida no es esa complicación diaria que nos cuentan en las noticias. Tampoco es el atasco mañanero, la hipoteca que desvela, el desempleo que desasosiega o el tedio que mata. Nadie sabe con certeza cuál es el sentido de nuestra existencia, ni adónde vamos a ir a parar cuando todo acabe y nuestros corazones dejen de sonar como mismo lo hacía aquel reloj del bolero que iba apagando ilusiones. Sólo podemos tener presentimientos. Con el poco tiempo que nos permiten estar en el planeta no podemos aspirar a mucho más. Si acaso, en los momentos clave, sí atisbamos la condición efímera que debería encaminar todos nuestros pasos y nuestras decisiones. No somos dioses, en eso creo que estamos todos de acuerdo, pero tenemos la bendita suerte de estar vivos, de que nos quieran y de que de vez en cuando se asome la felicidad a la puerta de nuestra casa.

Esta última semana se inauguró en el Gabinete Literario una exposición de la fotógrafa canaria residente en Londres, Karina Beltrán. Su título ya es toda una declaración de intenciones: El hilo de los días. Yo ya había visto esa muestra en Madrid hacía unas semanas, y tanto allí como aquí en Gran Canaria salí con la misma sensación de sosiego que siempre procura la belleza. Karina se acerca a esa vida inasible que tanto se parece a esos peces que vemos en los charcos de las rocas cuando baja la marea: los tienes a mano, en un espacio reducido, pero cuando los quieres atrapar se escurren entre los dedos o ni siquiera puedes llegar a rozarlos. Sus fotografías se pierden en la liviandad del vuelo de una mariposa, en los cables que cuelgan en medio del vacío, en los barcos que parecen quedar varados en el horizonte o en esas cometas que revolotean en el cielo como queriendo eternizarse en cada escorzo luminoso. El hilo de los días que nos muestra Karina Beltrán es el que nos sorprende en la mirada del otro cuando andamos necesitados de cariño, o en ese océano que desde que se enciende con el primer sol de la mañana no hace más que reinventarse en cada ola que rompe en la orilla. Penélope tejía y destejía a diario para intentar detener el paso del tiempo y atemperar la ausencia de su amado. También cada una de las parcas se encargaba de hilar, enredar o cortar ese hilo que nos une a la vida. De niño, mi abuela me pedía siempre que le enhebrara el hilo en aquellas agujas que ahora hacen que el recuerdo de las tardes de mi infancia se llene de vetas luminosas. Le fallaba el pulso y la vista. Hoy en día no sería capaz de enhebrar una aguja con aquella facilidad pasmosa de los ocho años. Ganamos en sabiduría, pero perdemos los reflejos y los sentidos. Por eso nos desorientamos con tanta facilidad. En aquel entonces, el hilo era sólo parte de un juego que no sabíamos lo mucho que tenía que ver con la propia vida.

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