21 de junio de 2010

Espontáneos

La escena es siempre la misma: se colocan detrás del entrevistado y buscan el objetivo de la cámara que creen que les está inmortalizando. Las frases hechas son siempre peligrosas, y a fuerza de repetir eso de la inmortalización a través de la imagen los más ilusos han terminado creyéndose el mensaje. No saben que cuando pasen unos años estarán criando malvas como las han criado siempre los humanos desde mucho antes de la televisión, o como cuando sólo se reflejaban como Narcisos asombrados en las aguas de una mareta sin mucho viento que distorsionara el careto en el remanso tranquilo. A esos que ponen de los nervios a los cámaras echando a perder las conexiones en directo, les da lo mismo la evidencia del tiempo o nuestra propia condición mortal: si se cuelan en el salón de nuestras casas ya ellos se sienten eternos. Cada vez son más y aparecen por cualquier sitio. Puede que la culpa de esa búsqueda permanente de notoriedad la tenga justamente la impotencia de ver que pasan los días y no hay nadie que les saque del pozo del olvido. Ven una cámara y es como si vieran la única salida disponible para dejar atrás ese anonimato que ni siquiera les deja ser protagonistas de su propia existencia.

Casi todos se hacen los despistados mientras el periodista entrevista a un presidente de un equipo de fútbol o a cualquier famosilla fungible de tres al cuarto. Hacen como que pasaban por allí o se quedan mirando a los celajes. Últimamente también se lleva mucho lo del móvil: alguien les llama para decir que les está viendo en ese momento por la tele, o bien son ellos los que cogen el aparato y telefonean a su madre o a su novia para contarles que por fin han conseguido su minuto de gloria. Cuando hablan por teléfono se conoce que se envalentonan y casi todos empiezan a palmear como primates o a hacer señales que distraen nuestra atención. Van de un lado para otro tratando de sortear la pericia del pobre cámara que no sabe cómo sacarlos de plano. Si se quedan fuera del enfoque se ve que el del teléfono les avisa sobre la marcha y, cuando menos te lo esperas, aparecen nuevamente con la mejor de sus sonrisas o con una cara de pánfilo que te hace dudar de su salud mental. Los compañeros de la tele tratan de buscar lugares más o menos alejados para sus conexiones, pero últimamente, con ese afán de inmortalidad que le ha entrado a muchos pobres mortales, se les cuelan por cualquier parte. No se puede luchar contra la idiotez si antes no se ha educado correctamente a la gente. La mayoría de esos espontáneos lo ha aprendido casi todo en el fondo cada vez más turbio de esas mismas pantallas. Por eso sólo desean adentrarse como sea en esa realidad. Es la única manera que tienen de saber que existen. En los espejos hace tiempo que sólo reconocen el fracaso.

No hay comentarios: