5 de julio de 2010

Pájaros

Uno realmente escribe cuando no escribe. Cuando te sientas delante del teclado sólo recoges la emoción de un día inolvidable de la infancia, el desgarro de una pena que te hirió de por vida o la mirada radiante de un primer amor. Para escribir hay que leer, no hay más ciencia ni más aprendizaje posible. Vivimos, leemos y luego escribimos. No creo que exista otro proceso para la creatividad literaria. Y luego, como todo en la vida, requiere disciplina, trabajo y dedicación. Creo poco en la inspiración: si aparece es porque la buscas y porque has trabajado a conciencia mucho antes. Lo que sí cambia un texto es tu momento anímico o los encuentros que acontecen cuando estás escribiendo. Este pájaro que se acaba de posar en el pretil de mi ventana ha hecho que olvidara el tema sobre el que pensaba escribir hoy. Su mirada se ha cruzado con la mía, y en medio de ambas hay millones de antepasados que nos contemplan, a lo mejor otros encuentros que nos hermanan, la misma sorpresa ante el descubrimiento del otro. Apenas ha estado un minuto mirando inquieto todo lo que me rodea: el flexo, el teclado, la pantalla, la impresora, un par de fotos con sonrisas necesarias para poder seguir confiando en la vida y un cierto caos de papeles manuscritos. Luego ha cantado prodigiosamente y se ha perdido por el mismo cielo insondable por el que apareció.

Seguí su vuelo lejano hasta que se perdió por la zona de Siete Puertas. De ese mismo lugar salió mi abuelo paterno hace casi un siglo en dirección a Arucas y luego a Guía. Mi abuelo murió cuando yo acababa de cumplir siete años, pero mantengo vivo su recuerdo y su imagen de hombre grande y fuerte que se transformaba milagrosamente en un niño cuando jugaba conmigo. Recuerdo los primeros partidos en el Estadio Insular. No sabría identificar los equipos que jugaban contra la Unión Deportiva Las Palmas, pero sí tengo claro que mi pasión futbolera se gestó entre aquel olor a hierba recién regada y a jareas, en medio de aquel bullicio festivo que cantaba los goles como mismo hubiera celebrado la llegada de un resucitado. Pero quizá mi abuelo se mantenga tan vivo en mi memoria por el recuerdo alado que lo identifica con las palomas mensajeras y con los cientos de pájaros que había por toda la casa. No olvidaré nunca aquellos trinos que tanto se asemejan en mi memoria a la música de Bach o de Telemann. Mi abuelo estaba durante horas con su timple escuchando el canto de los pájaros. Una vez se empeñó en que un pájaro flauta acabara tarareando una folía. El pájaro terminó imitando el sonido del timple que mi abuelo acariciaba como a un hijo eternamente niño. Ya casi no acontecen esos pequeños milagros cotidianos. El pájaro que esta mañana se posó en mi ventana miraba con los mismos ojos emocionados de mi abuelo.

1 comentario:

Distintos dijo...

Asocio a mi abuelo también con los pájaros y con los peces.Las experiencias más hermosas de la niñez tienen un rostro de abuelo o de abuela. Su amor es insustituible. Sólo nos damos cuenta cuando ya no están o cuando somos nosotros quienes nos alejamos. Ojalá nunca dejen de visitarte esos pájaros. No olvides contarnos lo que ves en sus ojos.