2 de agosto de 2010

Sandalias

Ha sido como volver sobre mis propios pasos. Me las regaló alguien que sabía de los problemas que estaba teniendo últimamente con las piernas. No debí haber corrido todos los días durante tanto tiempo. Uno piensa que es Zatopek o que sigue teniendo veinte años, y luego el cuerpo se encarga de pasarte factura y de hacerte ver que el paso del tiempo te regala más experiencia y más sabiduría, pero no te devuelve nunca el vigor de cuando eras joven, y mucho menos los músculos y los huesos de entonces. En medio de ese proceso de recuperación, alguien se presentó con unas sandalias con diseño ergonómico. Al principio estuve a punto de decirle que las devolviera: desde hacía años, entre unas cosas y otras, no había vuelto a utilizar sandalias, y de alguna manera éstas estaban unidas a los veranos de la infancia, tan unidas como la bicicleta Orbea, el balón de reglamento o las rodillas eternamente heridas de tanto adentrarme por riscales y precipicios buscando aventuras.

Lo de menos fue la sensación de bienestar que me procuraron según empecé a caminar. El pie descansaba prodigiosamente y notaba cómo los músculos, tan contraídos y maltratados por el esfuerzo deportivo imprudente, se relajaban y se estiraban tal como me habían dicho los que me hicieron ese regalo inesperado. Lo milagroso, sin embargo, fue la vuelta inmediata a la infancia y a las playas de verano. Desde entonces, siempre que puedo, ando con esas sandalias. Estoy deseando que llegue el fin de semana para caminar sobre mí mismo recuperando sensaciones olvidadas durante años. He empezado a recordar todas las sandalias que tuve de niño: los inviernos los recuerdo siempre con el agobio de las clases y de aquellas botas con plantillas que nos asemejaban a los niños de la posguerra. El verano, en cambio, suponía la liberación de los pies, el caminar descalzo por la orilla de la playa, o con las sandalias de baño cuando trepábamos los riscos o correteábamos entre las playas de cascajos. Recuerdo a los chonis asombrados cuando nos veían correr por la playa de Agaete lo mismo que lo haríamos por Las Canteras o Maspalomas. Incluso, cuando pasaban unos días, éramos capaces de andar descalzos de un lado para otro. Todas esas sensaciones las he reencontrado con estas sandalias que me ayudan a ir reconociendo mis propios pasos. El pie descalzo, la brisa que se cuela entre las ranuras de cuero y la propia fuerza telúrica de la tierra cuando piso me hacen sentir tan eterno como me sentía entonces. Parece algo pueril esto que cuento, pero la vida se hace milagro muchas veces con estas pequeñas sensaciones aparentemente sin importancia que nos ayudan a caminar. Cada uno de estos nuevos pasos trae consigo el eco de todas aquellas inolvidables pisadas que creía haber perdido para siempre.

1 comentario:

Distintos dijo...

La grandeza de la vida está en esos pequeños detalles. Lo demás es pura vanidad. Tierno, como siempre.