26 de septiembre de 2010

Atenciones

Le paga usted y le pago yo. Le pagamos todos; pero él se comporta como si su sueldo estuviera estipulado por designio divino. Trabaja en Santa Brígida y debe rondar los cincuenta y cinco años. Su destino y el mío se cruzaron hace unos días. Llegué de Londres con un trancazo tremendo y no tuve más remedio que acercarme al Centro de Salud. Apenas podía respirar. En los años que llevo en mi nueva casa no había requerido atención sanitaria. Cuando llegué, una amable administrativa rellenó todos los datos y me asignó el médico que me correspondía. No conocía a nadie, así que me daba igual uno que otro. Me tocó él, qué vamos a hacer.

Tras los trámites administrativos me derivaron a una enfermera que, después de rellenar una pequeña ficha, me indicó, también amablemente, que subiera a la consulta del médico. Estuve esperando a que pasara casi una decena de pacientes. Salió la última y no me llamaban. Me acerqué a la puerta y toqué. El individuo me recibió de muy malos modos diciéndome que no me atendía porque no aparecía en su ordenador. Me mandó de nuevo a administración. Había sido un error de la administrativa. Una disculpa amable y no pasa nada. Me dice que suba de nuevo y que el médico me llamará según llegue porque ya ha enviado mi ficha a su ordenador. Me siento en la puerta de la consulta y durante quince minutos no sale nadie. Por fin se abre la puerta. Sale el médico, me hace una especie de señal con la mano y se va. Yo sigo sentado. Pasa el tiempo. Reaparece. Se encierra nuevamente en su despacho. Y a los cinco minutos me llama. Entro. Me pregunta que qué me pasa. Al hablar es obvio que la congestión es de órdago. No me ausculta, ni se levanta de su silla. Como si tuviera poderes telepáticos me receta un antitérmico (le había dicho que no había tenido fiebre) y unos sobres para fluidificar las secreciones bronquiales (a mis pulmones no les pasaba nada). En aquel momento no leí los prospectos: uno confía en los médicos. Es martes. Voy a la farmacia, compro los medicamentos y sigo el tratamiento. Llega el viernes por la noche y estoy peor que el primer día. Apenas puedo respirar, carezco de olfato y de gusto y no paro de moquear. El sábado regreso al Centro de Salud, en este caso a Urgencias. La médica que me atiende me ausculta, mira mi garganta y sobre la marcha me retira el tratamiento prescrito. Me receta antihistamínicos y en dos días estoy mucho mejor. El tratamiento del otro me había destrozado el estómago. En el pueblo me comentaron que ese médico dependía mucho del humor con el que se levantara. Le pago yo, le paga usted, le pagamos todos. También a sus poderes telepáticos. Y encima los profesionales sanitarios eficientes, que por suerte son mayoría, son los que indirectamente sufren las consecuencias de esas atenciones. A mí por lo menos me queda el desahogo de la palabra.

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