18 de octubre de 2010

El aventurero

Para ellos sigues siendo un calificativo o aquel sobrenombre azaroso que te correspondió en una tarde cualquiera de la infancia. No te llamas Juan, Pedro o Alberto. Eres Juan el Furibundo, Pedro El Olímpico o Alberto el Fosfato. En los veranos de mi infancia en Agaete nadie se manejaba con su nombre de pila. Había originalidad en los apelativos y no había quien se escapara de ese sobrenombre con el que te siguen reconociendo siempre que regresas. Todo el mundo tenía un alias que le identificaba, casi siempre unido a alguna peculiaridad física, a la ocurrencia del más espabilado del grupo o a la propia herencia familiar. Hay sagas culetas que se nombran con una reata de nombretes como otros reconocen sus ancestros por los apellidos. Una vez llegó un director de banco y comentó que como él no tenía nada reseñable que llamara la atención se escaparía de ese bautizo inevitable. A los cuatros días todo el pueblo lo conocía como Don Perfecto, y así quedó retratado para siempre. Nadie se acuerda si se llamaba Andrés o Antonio, o si se apellidaba García o Miranda. Yo, siempre que regreso, también acudo al apelativo antes que al nombre. Y a mí, claro, también me siguen reconociendo con aquel nombrete entrañable de todos los veranos.

Entre esos sobrenombres que perduran está el de mi amigo El Aventurero. Casi todos nos marchamos lejos después de los años universitarios. Él también estudió su carrera pero quiso quedarse, necesitaba los atardeceres siempre luminosos del Puerto de Las Nieves y ese océano que en pocos lugares suena como en Las Salinas, siempre con ese golpe de mar que retumba como recordándote lo poco que eres y lo inmenso que es el Atlántico. También te valen esas olas para dejar que tu mirada recupere los brillos que vas perdiendo en un mundo que roba fulgores en pantallas que jamás serán capaces de reproducir esa emoción del reencuentro con tu propio recuerdo. Mi amigo sigue corriendo por los caminos de Agaete y no deja de rebelarse contra la barbarie urbanística y contra ese adefesio en forma de muelle que sepultó tantas rocas y tantas charcas milenarias. A escasos metros de su casa fue donde se sacó la famosa fotografía en la que aparecen Carlos Barral y Mario Vargas Llosa subidos a uno de aquellos camellos que se movían entre la ceniza volcánica y los caminos siempre sembrados de falúas repintadas y de nasas que conservaban el olor de los fondos marinos entre sus formas prehistóricas. No me reconozco ahora entre camiones y carreteras que casi se adentran en el mar. Pero me reconforta encontrarme con mi amigo El Aventurero. Siempre terminamos hablando pausadamente junto a la orilla de todos aquellos tesoros marinos que tuvimos el privilegio de gozar antes de que los sepultara el olvido y la barbarie.

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