8 de octubre de 2010

Gana la literatura

El arte siempre ha de estar muy por encima de cualquier artista: lo único que vale es la obra. Mario Vargas Llosa es un escritor esencial en la historia de la literatura de los últimos cuarenta años. La concesión del Nobel es un corolario merecido a un escritor que ha logrado edificar con su escritura un universo propio, identificable y colosal. Soy de los que quedaron enganchados a la literatura con libros como Conversación en La Catedral, La tía Julia y el escribidor, La casa verde, Pantaleón y las visitadoras o Los cachorros, todos ellos leídos a una edad en la que las lecturas que caen en tus manos terminan marcando buena parte de tu devenir como lector o como escritor. Pero con el paso de los años, Mario Vargas Llosa ha seguido publicando novelas que te permiten seguir acumulando emociones y seguir creciendo. Podría nombrar muchos títulos, pero citaría La fiesta del Chivo o Los cuadernos de don Rigoberto como ejemplos de que ese paso del tiempo, lejos de empantanar el talento, lo enriquece y lo acerca aún más a la perfección creativa. No siempre sucede eso. En el caso de Vargas Llosa la disciplina ha estado detrás de cada uno de los renglones que ha ido escribiendo. Y sólo a quien escribe como un galeote cada día se le aparece muchas veces la inspiración que diferencia un texto literario de un acta notarial.

Muchas veces no estoy de acuerdo con las opiniones sobre economía o política que expone Vargas Llosa, pero cuando me acerco a sus novelas podría decir que sobre la marcha las asumo con el mismo deslumbramiento que me detiene ante cualquier cuadro de Vermeer, del Bosco o de Eduard Hopper. Tampoco es el premio Nobel ningún ejemplo de coherencia literaria, y si no ahí están los desaires que sufrieron, entre otros, Pérez Galdós, Tolstoi, Borges, Proust, Joyce, Chejov, Mark Twain o Nabokov. Pero me hubiera fastidiado mucho que Mario Vargas Llosa también hubiera acabado integrando esa alineación de olvidados por los académicos suecos. Por eso me alegré mucho cuando me dijeron que le habían concedido el premio. Y estoy seguro de que Tolstoi, Proust, Mark Twain o Nabokov descansarán un poco más tranquilos porque un hijo apasionado de sus lecturas ha ganado el Nobel que a ellos les negaron. Sucede sólo de vez en cuando, pero cuando los hados juegan a favor de esa justicia poética nos sentimos todos un poco más felices.

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