22 de noviembre de 2010

Amparo

Tiene noventa y tres años y una vida que no cabría en ninguna novela. La conocí en Arucas hace unos días. Participaba en un encuentro con el club de lectura de la biblioteca del municipio norteño. En los clubes, lo mismo que en los institutos, o cuando me para algún lector por la calle, uno le pone cara a quienes a su vez han puesto cara a los personajes de mis libros. Lo que escribes pertenece siempre al lector. Lo que tú propones como un drama puede provocar hilaridad en quien te lee, o al revés, lo que tú pretendías que sólo fuera humor puede terminar entristeciendo. En esos encuentros los libros se convierten en seres vivos con mil azares y otras tantas interpretaciones. Agradeces a los lectores el tiempo dedicado a los textos y asumes las críticas con la misma deportividad con la que agradeces los halagos. Siempre aprendes algo. Tú rebuscas a tientas cuando escribes, pero viene bien saber qué es lo encuentran los otros en esas búsquedas. En el fondo, como decía Gabriel García Márquez, uno sólo escribe para que le quieran.

Amparo había estado callada durante las dos horas que había durado el encuentro. Miraba atenta y asentía cuando estaba de acuerdo con alguna opinión mía o de los lectores. Finalmente se animó a hablar. El libro elegido para el coloquio era Las derrotas cotidianas. Algunos integrantes del club incidían en el hecho de que en mi novela sólo se contara lo más dramático de una familia que sufría toda clase de reveses. Yo les comentaba que en narrativa me acercó al perdedor porque soy incapaz de posar la mirada en otro lado teniendo tan cerca el drama diario de muchos vecinos que ven cómo se les cierran las puertas a cada paso. Cuentas lo que ves y lo que luego imaginas. Y sobre todo, tratas de hacer creíble lo que planteas. Amparo, con sus noventa y tres años y su mirada luminosa, cogió la palabra y me preguntó cómo había podido conocer su vida para escribirla. Le había sucedido lo mismo que a uno de los personajes principales de la novela e incluso había vivido en los mismos escenarios cercanos a la playa de Las Canteras. Pero Amparo no era un personaje de ficción. Había sacado a sus hijos adelante trabajando de sol a sol para que ellos estudiaran y tuvieran alguna oportunidad en la vida. La habían traicionado y había visto cómo todo se venía abajo de la noche a la mañana; pero aun así siguió en la lucha y siguió queriendo aprender. Ha leído mucho para compensar con los sueños de la ficción los desastres que ha ido encontrando en la realidad. Amparo demuestra que la vida otorga muchas oportunidades si uno sabe resistir y empezar cada día como si naciéramos de nuevo. Escuchándola también recordé toda la sabiduría de mis abuelas. Ese tono pausado y cadencioso era el mismo que en mi infancia iba hilvanando sueños cada tarde debajo de un nisperero.

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