12 de noviembre de 2010

El libro y su circunstancia

Ponencia leída ayer en el seminario organizado por la Cátedra Pérez Galdós sobre el libro y su futuro

Un libro es un objeto. No tiene vida propia. Unos lo utilizan para decorar y otros para intentar cambiar su vida. Si se queda cerrado va pasando poco a poco al pozo del olvido, desaparece, se lo comen las polillas o lo trocea la máquina trituradora de las editoriales. La mayoría de la gente no se acerca a un libro en su vida, y sin embargo no se ve que les falte de nada: tienen casas, coches, televisiones de plasma y hasta bibliotecas por si vienen visitas y hay que dar el pego con la cultura. Pero eso era antes, ahora los libros desaparecen de las casas o no caben en esos espacios minúsculos en los que nos movemos la mayoría. Un libro depende siempre de quien lo lee. En eso se parece a la vida de todos los seres vivos. Sin suerte no se va a ninguna parte. Hay libros que milagrosamente se ven salvados después de siglos olvidados. La justicia poética también existe en este mundo, en todos los mundos. La vida sería siempre injusta sin justicia poética.

Pero por qué uno se sube en el metro de Londres, de Berlín o de Viena y ve a todo el mundo con un libro en las manos. Por qué luego cuando nos subimos en las guaguas de Global no ves a nadie que esté leyendo. Los libros dependen mucho de la educación que reciba la gente de un país, de un pueblo o de un barrio. Sin educación no hay lecturas porque no hay inquietudes ni ganas de seguir creciendo o de emocionarse con un verso o con una historia que nos ayude a comprender mejor el mundo. En Canarias se lee poco, casi nada, y cada vez menos. En Canarias tenemos la tasa de abandono escolar más alta del país. Siempre fui muy torpe con las matemáticas y con la lógica, pero en este caso no hace falta ser un lumbrera para cuadrar las cuentas.

No hay que forzar a nadie a que lea. Ese es otro gran error que viene del colegio. Nunca entenderé cómo se le puede obligar a un niño a leerse el Mío Cid con trece años. Eso es una aberración. Yo no llegué a la lectura por el Mío Cid, llegué más por el Don Balón. Uno lee lo que le gusta, va cogiendo el hábito y luego, el paso de los años, se va acercando a libros tan necesarios como vitales para entendernos y para entender un poco mejor lo que nos rodea. Hay que promover lecturas que interesen a los niños y a los jóvenes, con historias cercanas a ellos, con publicaciones que muevan su interés y dejando que cada uno se convierta en su propio letraherido. Ninguno de nosotros perdería hoy un solo minuto de su lectura en un libro que nos resulte aburrido, sin interés, sin emoción y sin ningún sentido para nuestra vida o nuestro estado de ánimo. Cada libro tiene su momento. Nuestro momento. Lo importante es que lleguemos pudiendo elegir, que contemos con la base suficiente como para entender lo que leemos, que manejemos el vocabulario y sobre todo que tengamos comprensión lectora. Volvemos por tanto a la suerte y sobre todo a la educación.

Un libro sin estímulos a su alrededor es un libro muerto. Son claves las campañas destinadas a la lectura. Me gusta mucho el lema de la campaña que ha puesto en marcha el Cabildo de Gran Canaria: Leer es vital. Para qué, para quién, por qué es vital. Lo lamentable es que haya gente que aún no conozca la respuesta. Los lectores no somos capaces de dar una respuesta convincente. Cada uno ha de descubrir su propia necesidad lectora, y quien no la descubre deja incompleto su pensamiento y su propia capacidad de soñar. Leer es vital porque nos ayuda a ordenar un poco mejor el mundo, y también porque leyendo somos nosotros los que vamos recreando las historias. El libro pertenece a cada lector. No a los lectores, sino a cada uno de ellos. Y no hay libro, ni canción ni película que no cuente con detractores y con admiradores. Vale todo lo que se haga con dignidad y con respeto al lector. Ya luego será éste el que decida qué argumento o qué forma de contar se adapta mejor a su propia manera de ser y de estar.

Yo he participado en los dos últimos años en acciones de fomento de la lectura promovidas por la tristemente desaparecida Dirección General del Libro del Gobierno de Canarias y por la Consejería de Cultura y Patrimonio Histórico del Cabildo de Gran Canaria. Con la primera institución he visitado centros escolares de los que reconozco que siempre llego reconfortado. A través del Cabildo también he visitado centros escolares, pero en la institución insular el proyecto también incluye las bibliotecas municipales, esos santuarios de los que tanto dependen los lectores del futuro. Hace unos días, dentro de esos encuentros auspiciados por el Cabildo, estuve en el instituto de Agaete, y ayer mismo compartí una velada enriquecedora con los miembros del club de lectura de la biblioteca de Arucas. Quiero hablar de estas experiencias porque sólo desde la experiencia podemos valorar los resultados de los proyectos.

De los colegios, como he dicho, regreso casi siempre con la felicidad del resucitado. En esa experiencia de Agaete, o en otras que he tenido en muchos centros de la isla, encuentras a jóvenes que leen y que escriben de maravilla. Esos jóvenes no suelen salir en los periódicos ni protagonizan páginas de sucesos. Son inquietos, creativos y mantienen intacto el brillo del porvenir en la mirada. Pero en todos esos centros hay siempre profesores de lengua y literatura que han sabido acercar el libro al joven. Lo hacen con ilusión y con paciencia, eligiendo cuidadosamente las lecturas recomendadas y dejando un amplio margen de elección a los estudiantes. Por eso hablaba hace un rato de la importancia de la educación. Uno tiene que mirarse siempre a sí mismo para luego mirar el mundo. Nosotros, por lo menos en este caso, debemos ser nuestra propia coballa de experimentación. Yo leo y escribo por la influencia de los profesores de literatura y por un entorno que avivaba la cultura. Los medios audiovisuales incitaban a la lectura. No es una paradoja, una boutade o una contradicción. Programas como La clave, A fondo o El loco de la colina nos llevaron a los niños de los setenta y los ochenta a las librerías o a la búsqueda de periódicos. Pero sobre todo nos llevaron las respuestas que encontramos a nuestros desajustes y a nuestras rebeldías adolescentes en los versos y en las novelas que nos contaban o que por lo menos intentaban acercarse a lo que éramos. Sin esa persona que te abre una puerta por la que tú luego puedes o no puedes pasar no hay futuro posible. Unos seguimos leyendo, otros lo hacen de vez en cuando y algunos no vuelven nunca a acercarse un libro. Cada cual tiene derecho a hacer lo que desea. Yo tampoco me acerco nunca a una ecuación o a una formulación de química. Pero lo que sí es esencial es la posibilidad de elegir. La libertad está en la elección. Si no contamos con varias alternativas nos condenamos al pensamiento único y nos encaminamos a una sociedad siempre injusta. Los países también son pobres cuando sus ciudadanos no pueden elegir lo que les apetece porque ni siquiera conocen que existen otros paraísos. Ahí es donde resulta esencial la promoción del libro y de la lectura.

Me contaba un amigo que estuvo en los años cincuenta en el Internado San Antonio de esta ciudad que todas las mañanas había una señora delante de la cocina haciendo que leía. Y digo haciendo que leía porque casi siempre tenía el libro al revés. Cambiaba de ejemplar cada semana, pero para ella aquel texto era un galimatías que ni siquiera sabía cómo debía colocarse correctamente para ser interpretado. Leer otorgaba prestigio social. Los niños que pasaban junto a ella se daban cuenta de ese detalle y se burlaban luego en el recreo y en las habitaciones. Hoy en día no hay nadie que quiere aparentar con la lectura. Da lo mismo que lean o no. Esa señora sin cultura sabía que el libro, el fingimiento de la lectura, otorgaba respeto, aun cuando no entendiera absolutamente. Hoy es que te ven leyendo un libro en la guagua y te miran como a un bicho raro. Ahí sí está fallando algo. Hay que devolver ese prestigio a los libros. Y, claro, hacerlo enseñando a leer a la gente. He escrito leer, no, hay que enseñar a la gente a sentir el libro, a saber que si se cruza con una historia que les conmueva le puede cambiar el humor de ese día. Leer para vivir, Leer es vital, como dice el lema del Cabildo. Leer para entendernos. Leer para contradecirnos. Leer para dudar. Leer para saber y para seguir sabiendo. Leer para no perder nuestro propio paso. Leer para soñar. Si no leemos, a lo largo de nuestra vida sólo protagonizaremos un único argumento. No entiendo cómo pudiendo vivir muchas vidas podemos conformarnos con un solo guión por muy imprevisible y azaroso que sea. La literatura también es azarosa e imprevisible, y un libro llama siempre a otro libro. La lectura es como la suerte, que es venturosa con quien la busca. Los libros, por lo menos en mi caso, llegan siempre a mis manos en el momento que tenían que haber llegado, ni antes ni después. Es como si hubiera una especie de justicia poética que anduviera ordenando ese mundo mágico que se esconde en las bibliotecas. Nosotros le ponemos cara a los personajes. La cara que queremos o que necesitamos, y las más de las veces nuestra propia cara como si fuera la cara de otro, la de Emma Bovary o la de Aureliano Buendía, la de Julián Sorel, la de Herzog, la de Alejandro Miquis o la de Juan Santa Cruz.

El formato es lo de menos. Los sueños se adaptan siempre a las formas. Creo que el libro de papel y el libro electrónico convivirán durante algunos años más, pero poco a poco irá ganando un formato electrónico que aún tiene mucho que evolucionar para llegar a ser atractivo y para ajustarse a nuestros ojos. Los formatos electrónicos que nos van llegando me recuerdan a los primeros teléfonos móviles de hace veinte años, a aquellos motorotas que no sabíamos dónde llevarlos de lo grandes y poco operativos que eran. El libro electrónico triunfará cuando llegué el Iphone de la lectura, y además será preciso que ese gadgets integre los otros gadgets, que no sólo sirva para leer, sino también para hablar por teléfono, para sacar fotos, para conectarnos a Internet y para ver la televisión. Quienes nos criamos con los libros de papel no vamos nunca a prescindir de ellos, pero los niños que ahora tienen cinco o seis años demandarán otros formatos de lecturas. No se le puede poner puertas al campo. El libro será un objeto de excelencia en donde se publicará lo clásico y lo que realmente valga la pena. Con el formato electrónico se ahorrará mucho papel que se gasta hora mismo en ejemplares que no merecerían el sacrificio de ningún árbol. También variarán las ventas y la situación de los escritores. Ahora mismo, en un libro de papel, un escritor sólo recibe, cuando lo recibe, un veinte por ciento (como máximo) del precio que se paga por un libro. El resto se lo lleva el distribuidor, el librero y el editor. Los libros electrónicos serán mucho más baratos y paradójicamente harán renacer las pequeñas librerías, que como digo venderán en papel aquellos libros que realmente merezcan ser llevados al papel. ¿Quién decidirá qué vale o qué no vale? ¿Quiénes determinarán lo que se publique en papel? El lector y el tiempo. Todo lo demás, los críticos, las modas o las campañas mediáticas se las lleva el tiempo. También juega un papel fundamental la suerte, pero no más ni menos importante que en otras facetas de la vida cotidiana. En Estados Unidos ahora mismo están pasándolo fatal los grandes almacenes de libros, como la cadena Barnes&Noble, que en su día arrasaron, sobre todo en Manhattan, con las pequeñas librerías de toda la vida. Todo eso se cuenta por encima en la película Tienes un e-mail. Pues bien, el argumento de esa película, diez años después, es justo el contrario. El hecho de que Amazon ya venda más libros en su portal digital que en papel ha hecho que empiecen a quebrar los negocios que vendían a mansalva y que se mantengan y renazcan los que apuestan por libros de calidad y las librerías que se especializan. Por eso no soy muy pesimista con el futuro del libro. Creo que el electrónico y el de papel convivirán aún durante muchos años, pero que luego hay que vivir para ver, y lo que suceda es algo que ya no podemos prever nosotros. Habrá una ambivalencia entre tradición y modernidad, de momento entre el libro de papel y el libro electrónico. Vivimos unos tiempos muy proteicos y a veces contradictorios. Lo importante, eso sí, es la lectura. El libro no es más que el vehículo que nos conduce por las emociones que proponen siempre las palabras.

¿Por qué creo que seguiremos escribiendo? Por necesidad vital, por lo mismo que respiramos y comemos. Por el milagro de compartir una herramienta de comunicación y poder ponernos en contacto unos con otros, por poder dar a conocer nuestros sentimientos. Y luego porque todo se vuelve mágico, al contrario que la realidad, que casi siempre es demasiado previsible, nos viene dada, y además cada día aburre más. Se escribe para sobrevivir, para tratar de ordenar un poco el caos del mundo, para huir de la mediocridad y también para exorcizar nuestros demonios interiores. Cada cual escribe por sus razones, y cada uno intenta hacerlo como mejor sabe. Lo que sí sabemos los que escribimos es que sin hacerlo moriríamos, incluso aunque estuviéramos vivos y nos vieran radiantes y felices por la calle.

¿Por qué creo que seguiremos leyendo? Porque engrandecemos nuestra existencia. Por divertirnos, por tener la posibilidad de hacer un mundo a nuestra imagen y semejanza, porque desde el momento en que nos acercamos a una historia la hacemos nuestra, ya nos pertenece, la haya escrito quien la haya escrito. No sé si un libro cambiará la vida o hará pensar de otra manera; pero sí me atrevo a decir que ampliará los límites de cualquier existencia. Encontrarán personajes, historias o situaciones que se sumarán a los personajes, a las historias y a las situaciones que han ido encontrando en este lado del espejo a lo largo de los años. Ése es el sortilegio de la literatura. Y el mayor milagro es el de la lectura, y ese ya depende por completo de todos ustedes. Los escritores nos invitan a ser dioses y a crear con la imagen y con la semejanza que nos apetezca lo que ellos proponen a través de las palabras. Nada más y nada menos que con las palabras. No hay más tecnología ni más ayudas. Todo queda entre la A y la Z.

Yo si debo reconocer que cuando me planteo el futuro del libro soy muy ciclotímico. Tengo mis días. Pero también me pasa lo mismo cuando pienso en la economía, en la suerte o en la Unión Deportiva Las Palmas. Unos días suscribo lo que declaró hace un tiempo Philip Roth cuando dijo que las pantallas nos habían derrotado y que en veinticinco años sólo leerá una secta muy exquisita, y otros días apuesto por la democratización del mercado del libro, y también por una mayor cantidad de lectores y de escritores. Siempre tendremos que contarnos y que intentar comprendernos. Posiblemente la lectura se parezca mucho al zapping que ahora hacemos cuando vemos la televisión. Iremos yendo y viniendo de un texto a otro texto. Triunfaran los formatos cortos, los relatos y los microrelatos, las sentencias, las ocurrencias, también la poesía, a la que muchos daban por muerta. Sucederá lo mismo que sucede ahora con las series en la televisión. Las novelas apostarán por capítulos más cortos. Seguirán publicándose nuevas novelas de más de trescientas páginas, y se reeditarán a los clásicos, y habrá mucha gente que las lea, posiblemente mucha más gente que ahora, pero la mayoría se decantará por esa nueva forma de contarnos más en corto que convivirá con la televisión y con las distintas ofertas audiovisuales que vayan surgiendo. Será lo que tenga que ser. Nosotros lo que tenemos que hacer es transmitir a nuestros hijos y a quienes nos rodean nuestra pasión por la lectura. Entre todos debemos hacer un esfuerzo para que las bibliotecas se conviertan en lugares de culto, pero nunca en santuarios de contemplación. Hay que mantenerlas vivas, tenemos que integrar el libro electrónico y facilitar el acceso a la lectura. En ellas sí convivirán los libros de papel y los nuevos formatos. Las casas de la mayoría de nosotros no cuentan espacio para guardar los libros. Tenemos que ir reinventando nuestra biblioteca cada dos por tres para ajustarnos a los pocos metros cuadrados que nos han dejado hipotecados casi hasta que llegue el momento de empezar a criar malvas. Valen todas las sugerencias y todas las ideas que contribuyan a que las palabras no acaben devoradas por las termitas y por el olvido. Las instituciones y las bibliotecarias, los colegios, las librerías y cada uno de nosotros en nuestro pequeño mundo cotidiano debemos mantener viva la llama con la que en su día alguien activó nuestros sentimientos y nuestra imaginación tirando de palabras escritas.
Hay que militar en la lectura y dejar que siga siendo esa loca de la casa que cantó la poeta, la que desbarata el montaje de los mediocres y de los cuatro engominados alicortos. La literatura es siempre una revolución. Y también es quien finalmente nos acabará contando. El año de la peste en Londres lo escribió Defoe cien años más tarde de que sucediera, y entre el relato del escritor y los anales de la historia siempre elegiremos el relato de quien escribe yendo más allá de las evidencias, poniéndose en el lugar del otro y exorcizando los propios temores. Todos nosotros podíamos haber sido cualquier otro, el triunfante y el mendigo que ha perdido todas las batallas, el humillado y el pisaverde que se pasea por el mundo como si fuera eterno. Leyendo somos esos otros con los que convivimos durante horas o días, y conviviendo con los miedos, los anhelos y los deseos del otro aprendemos a ser más tolerantes y mejores personas. No siempre se ha de cumplir esa máxima, pero las buenas historias contribuyen a que entendamos que esto de vivir no es más que un juego. Y ese juego es cada vez más emocionante y divertido si le incorporamos nuevos alicientes y nuevas biografías. Kafka decía que había que escribir entre sombras. Cuando se lee también nos adentramos en una nebulosa que no sabemos dónde nos puede terminar llevando. Hay un libro para cada uno de nosotros. No todos tenemos que tener los mismos gustos. Sigo con Kafka y hago mía otra de sus recomendaciones: si un libro no me golpea el estómago en las primeras veinte páginas lo cierro y busco otro. Me da lo mismo quién lo haya escrito y lo que hayan dicho de él. He rechazado lecturas que luego, al paso de los años, se han convertido en indispensables. Los libros crecen con uno, y a algunos no llegamos nunca a cogerles el paso. Es imposible leer todo lo bello que se ha escrito. Nos tenemos que conformar sólo con unas migajas, por eso hay que hilar fino, en el papel o en la pantalla, a la hora de elegir.

Leyendo un libro estamos leyendo todos los libros que ha leído quien lo escribió. El escritor fagocita las lecturas que caen en su mano y las guarda a salvo en la memoria que luego se volverá renglón o frase lapidaria. Dicen que lo que no es plagio es tradición. Todo está inventado. Se trata de contar y de dejar nuestro corazón y nuestra mirada en todo lo que trazamos. Los libros también son mortales y están condenados al olvido. Dentro de cien millones de años no estarán ni ellos ni nosotros. Ha costado mucho llegar hasta aquí. Éramos una espora, luego fuimos un mono, más tarde fuimos acercándonos a los rasgos humanoides y hoy coqueteamos con las máquinas y casi nos confundimos con ellas. Y en ese proceso hubo un día en que empezamos a interpretar signos para entendernos, para comunicarnos y para dejar constancia de nuestro paso por el mundo. Dovtoyevski, Mark Twain o Proust están menos muertos que todos sus coetáneos. Cuando leemos escuchamos su voz y les traemos nuevamente a la vida. También Alonso Quijano, Emma Bovary o Julián Sorel son más reales que todos las personas de carne y hueso que vivían cuando fueron creados. Ellos quedan; los otros desaparecieron para siempre. Y seguirán presentes cada vez que los leamos. Son las otras biografías que nos acompañan en este breve paso por el planeta. Sin ellas la vida sería mucho más aburrida y estaría incompleta. Por eso tenemos que seguir creando personajes que nos sobrevivan. Y tenemos que seguir leyendo para que no se acabe este juego en el que ya no sabemos qué es real y qué forma parte de la ficción. También nosotros somos ficción cuando escribimos sobre nosotros mismos. Lo que leemos al paso de unos años o lo que escribimos posando la mirada en el pasado ni es ni existe. Sólo revivimos, pero revivir se parece también a reiventar, a idealizar, a dotar de vida lo que no era nada hasta que se cruzó con nuestra voz y nuestra particular mirada. No me quiero perder en un galimatías de realidades soñadas, leídas o vividas. Ustedes me entienden. A lo mejor este momento sólo forma parte de una página que alguien está leyendo en algún lugar del tiempo. Sabemos por Einstein que el tiempo es relativo. Nadie me puede negar esa esencia milagrera. Da lo mismo que te toques la nariz o que recuerdes tu nombre o tu fecha de nacimiento. Como el tiempo, nosotros también somos relativos. Estas palabras se acabarán confundiendo en el universo con todos los sonidos que guarda la memoria infinita. Somos como nubes, estamos compuestos de pequeñas moléculas de olvido. Lo que nos salva es la intensidad del momento. Después no sabemos qué diablos acabará pasando con nosotros. Pero volvamos al libro, si es que realmente no estamos dentro de él en este momento. Retornemos a lo concreto que guarda todas esas abstracciones en las que nos perdemos en busca de respuestas, de emociones o de entretenimientos. Soy de los que piensa que vale cualquier formato si uno es capaz de armar su propio sueño. Unos querrán una cosa y otros justo la contraria. Se trata de respetarnos y de entendernos. Ha sido así desde que el mundo es mundo y desde que cada hombre transita por su existencia con su peculiaridad a cuestas. Lo que vale, como vengo diciendo, es la lectura. El libro está destinado a quedarse, y de hecho se quedará cuando ya nosotros nos hayamos ido. Se quedará para contarnos. Da lo mismo donde lo haga.

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