6 de diciembre de 2010

Tierra

Cada mañana salgo a correr por los campos de las Medianías. Voy reconociendo árboles, pájaros que cantan, sombras que sorprenden según amanezca el día y olores que te hacen viajar en el tiempo cuando los identificas con otros olores similares del pasado. La naturaleza nos devuelve siempre al origen, al nuestro y al del espacio que nos rodea. Observo cómo florecen los nispereros y cómo al paso de unas semanas esas flores se vuelven frutas luminosas. Más tarde se pudren las frutas mordidas por los pájaros y el árbol parece derrotado por el paso del tiempo. Pero al año siguiente se repite el mismo proceso. Por eso uno nunca dejo de confiar en el ciclo de esta vida que en los periódicos parece siempre tan complicada y tan marrullera. Todo es mucho más sencillo de lo que nos cuentan. Nacemos, vivimos y morimos, y luego habrá otros que seguirán naciendo, viviendo y muriendo con toda naturalidad, como esas flores y esos nísperos que cada año renuevan el ciclo de una supervivencia ante la que solemos pasar de largo. No nos detiene el milagro. Y así nos va.

Pero en esos recorridos mañaneros cada vez me encuentro con más tierras baldías que son pobladas por la mala hierba. Los agricultores mueren o se cansan de cultivar, y donde antes había calabazas de formas casi increíbles, o lechugas que brillaban con el rocío de la mañana, ahora sólo encuentras hierbajos que se enredan entre unos surcos que fueron trazados durante cientos de años por manos laboriosas. Es cierto que también la mala hierba tiene su esplendor, sus días de gloria, pero uno se entristece pensando en quienes durante toda su vida regaron y cuidaron esos trozos de tierra que alegraban el paisaje y nos regalaban frutas y hortalizas. El ser humano es desleal cuando deja de cuidar el espacio que ha venido cultivando o cuando ve cómo se deteriora y no hace nada por evitarlo. Yo escribo para que no dejen morir las tierras de nuestros antepasados y para que no las llenen de ese cemento aberrante del que se come sólo una vez. Esas fincas que veo morir cada mañana echan de menos las caricias que les prodigaron nuestros ancestros cuando trazaban los surcos en los que luego plantaban papas o cebollas. Te das cuenta de esas deserciones cuando subes a la Cumbre y el paisaje se enmaraña entre los bancales que hace años veíamos rebosantes de verdura. Aquellas fincas de plataneras de mi infancia norteña en las que me perdía jugando a aventurero son hoy edificios que apenan todos mis regresos. Donde ahora vivo también siguen especulando con la tierra. Primero es el abandono, después la mala hierba y al final es nuevamente el cemento el corolario de ese descorazonador proceso destructivo. Le hemos perdido el respeto a la tierra. Y nos olvidamos que la tierra es sagrada porque es en ella donde siempre renace la vida.

1 comentario:

Distintos dijo...

La tierra, el mar y hasta el aire...La insensatez y la codicia lo engullen todo...Buen artículo!