10 de enero de 2011

El baldón

Cuando paseas por las ciudades te encuentras placas, bustos y grandes monumentos que casi nunca reconoces. La gloria suele ser efímera y local. Si acaso reconocemos los nombres que aparecen en las calles de la ciudad que habitamos. Hay demasiadas calles con demasiados nombres de egregios, blasonados o populares personajes. A veces preferiría que imitáramos a Nueva York y que nos guiáramos por números. Mirando al sur sabes por donde empieza la calle uno y no tienes más que ir subiendo hacia el norte para llegar a la calle diez o a la cuarenta y dos. Aquí nos perdemos a veces por las ciudades siguiendo el nombre y los apellidos de poetas, de alcaldes de otros tiempos o de santos olvidados. Uno se puede tirar media vida habitando una calle cuyo nombre escribe a diario sin conocer nunca los logros del homenajeado en el callejero. Al final todos acabamos pareciéndonos a los números, incluso los que se creían a salvo del olvido por quedar escritos en una placa que el hollín del tiempo convierte casi siempre en ilegible. Igual de anónimos fueron pasando nuestros antepasados. Fueron un número par o impar en el correlato de la vida. También nosotros formamos parte de ese recuento numérico.

Pero de lo que yo quería escribir es de las placas que nadie quiere poner donde habita la fealdad y la especulación, en todos esos edificios antiestéticos que destrozaron los cascos históricos, o en esos arrabales en los que algunos sólo fueron a ganar dinero de una forma vergonzante. Nadie se peleó por quedar para el recuerdo en esos edificios construidos con materiales baratos. No hay político, ni constructor, ni arquitecto que dejara su nombre en esas fachadas aberrantes. Me hubiera gustado que los nombres de los arquitectos y de los que concedieron las licencias de las construcciones que afearon tantas calles de zonas históricas hubieran quedado para siempre en una placa. De esa manera sabríamos quién fue el que cerró la vista al mar de una avenida o el que rompió la armonía arquitectónica de una calle del siglo dieciocho. Pero en justa correspondencia también me gustaría que aparecieran los nombres de los que contribuyeron a embellecer las ciudades o a conservar su belleza rehabilitando edificios o construyendo sin alterar el equilibrio del entorno. Algo parecido ocurre cuando sales al campo y te encuentras esas construcciones de varias plantas colgadas en los barrancos o en medio de pinares. No merecen habitar los espacios que sus antepasados poblaron con casas de piedra cuidadosamente construidas. Un desaprensivo puede borrarnos para siempre el único espacio que reconoce nuestro recuerdo. No en vano nosotros acabamos formando parte de cada paisaje que vamos habitando. Por eso su deterioro también es el nuestro

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