7 de febrero de 2011

Mercados

Los mercados deberían estar tan protegidos como las catedrales, los enterramientos prehistóricos o los pájaros a los que les hemos robado el espacio de sus vuelos milenarios. Cuando llego a las ciudades que visito intento buscar el mercado que guarda sus olores y enseña la luminosidad de sus frutas. Los monumentos nunca huelen y la piedra se deshace en nuestra memoria con más facilidad que los aromas y la música. Nos basta el olor de la guayaba para volver a la infancia, o nos vale la intensidad dulzona y pegajosa del mango para asomarnos a todos los veranos. Los mercados nos permiten viajar en el tiempo y remover las vivencias de los lugares por los que hemos transitado a lo largo de nuestra vida. Florencia no sólo es el Batisterio o el Puente Vecchio. También está el olor de unas naranjas o el sabor de una ciruela que se graba para siempre en tu memoria más evocadora. En Budapest se abre la puerta a las especies de Oriente y se confunde el olor de la páprika y la canela. La Boquería nos recuerda que Barcelona es un mar con muchos mares cruzados entres sus calles. Los mercados de Barceló o de Antón Martín eran oasis en medio del caos de Madrid. Los sábados en Borough te reconcilian con ese Londres cosmopolita y sorprendente al que necesitas regresar una y otra vez para no extraviarte. París huele a cruasán y a rosas en sus mercadillos callejeros. El mercado de Chelsea o los puestos de Chinatown en Nueva York te enseñan la ciudad y a quienes la habitan en unos pocos metros cuadrados de reclamos exóticos. Cada olor y cada sabor de esos mercados me devuelven de inmediato al ruido o a la armonía de todas las ciudades en las que he ido dejando pequeños trozos de mí mismo. Al final es en esos espacios en donde he acabado guardando la memoria más certera y más vivaz, y lo he hecho en el sabor de una fruta o en los pescados y mariscos que me devolvían sobre la marcha a las costas de Gran Canaria, a ese olor a yodo, algas y rosas muertas que convierte al mar en nuestro aliado más fiel e inquebrantable.

En Las Palmas de Gran Canaria, los mercados son los que realmente marcan los límites de la ciudad. La gente mayor se sitúa en el mercado de Vegueta, en el del Puerto, en el Central o en el de Altavista, y a partir de ahí trazan lo que para ellos era la ciudad siempre cercana de hace unos años. Adentrarte en esos mercados es volver al origen y a la razón primera de las compras. No sólo se va a pagar cuanto antes con la frialdad de la tarjeta de crédito. En los mercados te cautivan esos olores de los que vengo hablando y uno se acerca al género valorando cada detalle y disfrutando de la luminosidad y del ajetreo de lo que aún pervive en medio de tanta mortandad urbanística y comercial. Vale la pena seguir varando un rato en ellos cada semana. Creo que son los únicos puertos urbanos en los que estamos realmente a salvo.

2 comentarios:

MALENA MILLARES dijo...

Un magistral paseo por algunos mercados del mundo, por el mercado de la vida, en donde piedras, olores y sabores se mezclan entre sí para evocar el pasado, con el curry y la nostalgia como protagonistas.

MALENA MILLARES dijo...

Un magistral paseo por algunos mercados del mundo, por el mercado de la vida, en donde piedras, olores y sabores se mezclan entre sí para evocar el pasado, con el curry y la nostalgia como protagonistas.