25 de marzo de 2011

Los que se fueron quedando

Todo comenzó el día en que me encontré en el buzón de entrada de mi correo electrónico una invitación de la escritora Dolores Campos-Herrero para que tomara parte en un libro colectivo sobre viajes. Valía todo: viajes interiores, viajes exóticos, viajes astrales o viajes metafóricos. Yo salía para Londres justo al día siguiente. Sobre la marcha le contesté a Dolores diciéndole que contara conmigo. También le agradecía en ese envío la oportunidad que me brindaba de volver a Londres para recrearla literariamente como escenario de ese cuento que me pedía. Busqué un bloc de notas y unos cuantos bolígrafos. Desde ese mismo momento el viaje pasaba a ser el argumento de un relato en el que cualquier detalle podría ser determinante para seducir al lector con juegos de palabras, sucesos sorprendentes o guiños cómplices que ayudaran a hilvanar la historia que aún no estaba ni siquiera pergeñada.

Yo regresaba a Londres casi dos décadas después de que hubiera vivido allí uno de los años más importantes y fructíferos de mi vida. Digamos que era un viaje sentimental, uno de esos reencuentros soñados que generalmente vamos demorando por miedo a las decepciones o a las evidencias que tantas veces echan por tierra nuestros buenos recuerdos. Pero ya iba siendo hora de que regresara. Hacía mucho tiempo que tenía que haber dado el paso. Estaba harto de viajar cada año a destinos que a los dos días se volvían tediosos, repetitivos y meramente fotográficos. Casi siempre me quedo con los prolegómenos. Más que el viaje en sí, lo que me divierte es la búsqueda de hoteles con encanto, el programa de los museos que pretendo recorrer de arriba abajo, o los restaurantes en los que uno ya se ve como un maharajá cuando desde Internet nos adentramos en la virtualidad de sus salones o en el reclamo sibarita de cada menú degustación. Luego llegas y en el hotel no se escuchan más que los coches de la calle y las tuberías de todos los vecinos de habitación. Los museos, por su parte, se quedan casi siempre en nada, o bien acaba uno harto de tanta obra de arte que contemplada por separado y lejos de esos lugares seguro que nos tendría cinco o seis días con la mirada fija en unos colores o en unos trazos sorprendentes. Y al restaurante casi nunca acudes. O bien porque el precio es prohibitivo, o porque con el trajín del viaje, la comida de los aviones y el cambio de agua acabas casi siempre con el estómago destrozado. Claro que también hay momentos sublimes e inolvidables, pero sólo cuando llegas y recuerdas. Para eso viajamos, para recordar y para creer que hemos sido felices en Roma, en París o en Lisboa. Y la cosa es que cuando pasan los años hasta tú mismo te crees que viviste en cada una de esas ciudades la mejor semana de tu vida. Supongo que será una consecuencia de nuestra condición contradictoria y de nuestro enrevesado mapa genético.

Pero en ese viaje a Londres el planteamiento era distinto. Pensaba recorrer los lugares en los que trabajé, estudié y amé durante casi un año. Digamos que iba con la epidermis predispuesta para las emociones y para la piel de gallina. Anoté ideas en el avión y en la espera de los aeropuertos. También cuando llegué al hotel y en el primer paseo por Hyde Park. Estaba igual que entonces. Pero no sólo Hyde Park; también el otro seguía por allí.

Me pararon justo enfrente del Royal Albert Hall para preguntarme que a qué hora abría la taquilla. Le contesté amablemente a la despistada señora que yo no tenía nada que ver con el teatro y que estaba por la zona sólo de visita. Como los ingleses son como son no me dijo nada y lanzó un really que lo mismo podía significar que me tomaba por loco, por bromista, o por mentecato. Yo no pensaba entrar al teatro, pero de golpe sentí cómo un acomodador con aliento aguardentoso me tiraba de la manga de la camisa y me decía que a qué estaba esperando para meterme en la taquilla a despachar los billetes del concierto de esa noche. Cuando trataba de zafarme del jodido acomodador llegó uno con bombín que tenía pinta de gerente. Ya eran dos los que me empujaban hacia la taquilla y se empeñaban en que cogiera una bolsa de plástico con el cambio de las monedas. Me metieron dentro y cerraron la puerta. Yo, casi al mismo tiempo, eché el fechillo en el ventanuco que daba para la calle. Todos golpeaban los cristales y se señalaban los relojes de sus respectivas muñecas. Me vi como José Luis López Vázquez dentro de la cabina. Respiré hondo y me dije que el problema se resolvería en unos minutos cuando apareciera el verdadero taquillero. No vino, y a mí me terminaron sacando tres bobbies muy amables que milagrosamente me salvaron de las patadas y de los bolsazos que me lanzaban las que habían estado durante horas en la cola para asistir al concierto de Vladimir Ashkenazy. Ya en la Comisaría, los del teatro presentaron una denuncia contra mí y me dijeron que estaba despedido. A mí me dio igual. Estaban empeñados en que yo era el otro. Y efectivamente era el otro. Me enseñaron fotos de mi carné de empleado en el teatro y de las comidas navideñas de los últimos quince años. Era yo, no tenía ninguna duda. Pero también les juro que yo no había vuelto a Londres en todo ese tiempo, ni a Londres, ni a Gran Bretaña.

No vi nunca al otro. Lo averigüé todo sobre él, pero no me atreví a visitarlo. Se llamaba igual que yo, tenía mi misma edad, y había llegado a Londres el mismo día y en el mismo vuelo hacía casi veinte años. Pero él se había quedado y había hecho su vida sin contar conmigo. O a lo mejor era yo el que la había hecho sin contar con él. Decidí no salir más a la calle el resto de los días que estuve en la ciudad. Ni siquiera me atreví a bajar a desayunar. El de la agencia de viajes en Gran Canaria me había dicho que podía hacer un combinado Londres-Dublín prácticamente por el mismo precio que me salía sólo Londres. Me convenció y aproveché para volver a Dublín. Había estado allí unos meses trabajando de camarero cuando dejé Londres. La ciudad estaba muy cambiada, menos tranquila y más caótica e insegura que cuando yo viví. Los irlandeses estaban endiosados y se comportaban como nuevos ricos, siempre entre la soberbia y la petulancia. Así y todo disfruté mucho paseando por Grafton Street, comiendo en las catacumbas del Trinity College y leyendo relajadamente en los bancos de St. Stephen`s Green. Pero en mala hora me volví a meter en un parque. Justo al lado del centro comercial de cristal que está frente al referido parque un borracho empezó a pedirme el dinero que supuestamente le debía. Los irlandeses vocalizan mejor que los londinenses, y entre eso y los días que llevaba escuchando hablar en inglés, más o menos me pude ir defendiendo. Aparecieron muchos más borrachos empeñados en que me había largado con su pasta y no había vuelto. Todos llevaban cerca de dos horas esperando a que apareciera con las cervezas. Rompieron la que decían que era mi guitarra delante de mis narices y uno de ellos me escupió en un ojo. Una joven mendiga rubia sacó una foto mía y la rompió en muchos trozos justo encima de los restos de la guitarra. Les dejé todo el dinero que llevaba en los bolsillos y salí corriendo hacia el hotel sin mirar en ningún momento para atrás. O estaba loco, o me estaban volviendo loco.

Quise viajar a otras ciudades europeas en las que había vivido por lo menos unas semanas, y en todas había un tipo exactamente igual que yo con el que siempre me terminaban confundiendo. Sólo en Praga estuve a punto de escaparme siendo yo mismo, pero finalmente, y cuando ya estaba en la sala de embarque del aeropuerto, se me acercó uno de los jefes de la terminal preguntándome que por qué no me encontraba en mi sitio revisando el contenido de las maletas. Perdí el vuelo, me tiré todo el día haciendo y deshaciendo maletas, y sólo me pude escapar de la ciudad metiéndome en un tren que se dirigía a Viena.

Al parecer me he quedado en todas las ciudades en las que he estado. Por eso ya no viajaré nunca más. No me gusta dar consejos a nadie, pero sí les recomiendo que tengan cuidado con los lugares que visiten: el que fuimos ya no vuelve nunca con nosotros. Y además hace con su vida lo que le viene en gana. Por eso viajar no es algo que uno se pueda tomar a la ligera. No sólo hay que orquestar bien los vuelos o los hoteles, estar convenientemente vacunado o tener preparada la documentación. Cuando se viaja hay que pensar que uno se va a quedar para siempre en el lugar que elige como destino. He aprovechado todos esos sucesos para escribir el relato que me pidió Dolores Campos-Herrero. Me he quedado mejor, más sosegado y tranquilo, después de haberme contado en ese cuento. Creo que he hablado en nombre de todos, de ellos y de mí. Pero aun así sigo pensando que este planeta es como una casa de locos. Todo es posible, sobre todo cuando andan por medio la literatura, el viaje y el azar. La única pena que me queda de todo esto es morirme. Antes pensaba que me moriría solo. No voy a negar que también pasaba malos ratos con lo de las parcas, pero era distinto. Entonces no era consciente de que cuando yo muriera también se morirían conmigo todos aquellos que continué siendo en cada una de las ciudades por las que pasé alguna vez. O igual no, igual cuando muera sigo viviendo tan ricamente en la piel de cada uno de ellos. Si sucediera esto último tendría que desdecirme sobre la marcha. No me dedicaría a divagar, ni tampoco a enredarme en manidos argumentos que vienen directamente del William Wilson de Allan Poe; si no de más lejos. Pero sí cambiaría de parecer, como cambio las veces que haga falta para intentar seguir sobreviviendo. Al fin y al cabo aquí no hacemos más que combinar palabras, pero ya puestos sí me atrevería a afirmar que sólo viajando nos podemos volver eternos e inmortales. Viviendo, digan lo que digan, sólo nos encaminamos al olvido y a la nada.

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