14 de marzo de 2011

Molinos

En Nueva York, en Londres o en Madrid no hay molinos de gofio. Aquí tampoco nos quedan muchos. Hace unos días escribía sobre la necesidad de preservar las panificadoras como reductos en los que salvaguardar nuestros recuerdos. Con el olor del gofio y con el molino esa vuelta al pasado resulta aún más intensa y más cercana. Me pasó hace unos días en Valleseco. Había ido a última hora de la tarde para participar en un Club de Lectura. Esos clubes son como oasis en medio del páramo cultural que habitamos. En Valleseco, en Arucas, en Agaete o en Ingenio me he encontrado grupos de personas de todas las edades y niveles culturales que se reúnen a hablar de un libro al tiempo que comparten su vida y sus inquietudes. Uno pagaría por estar siempre con ellos, y también por encontrarme con esos recuerdos evocadores de los que hablaba hace un momento. Vuelvo al gofio, a su olor, a su cercanía y a los viernes por la tarde camino del Callejón del Molino de Guía a buscar el cartucho que quemaba en las manos. Cada cual se vale de sus olores y de sus sabores para volver al pasado. Nuestra magdalena proustiana podría ser ese gofio que luego encontrábamos en los desayunos pausados de los sábados, ya sin colegio y con esa necesidad de energía que requieren los sueños cuando se intentan cumplir a cada instante.
En Valleseco, con frío, anocheciendo, el molino de gofio que está justo enfrente de la iglesia, era un reclamo ante el que no se podía pasar de largo. Todo estaba como recordaba en los molinos de mi infancia: el millo giraba cada vez más tostado y en el aire se respiraba el dulzor seco y penetrante del gofio. La neblina parecía parte del encanto cuando luego salías a la calle y te seguía ese rastro que todos los que vivimos cerca de un molino mantenemos en nuestra memoria olfativa. En cualquier otro lugar del mundo se llevaría a todos los turistas que nos visitan a hacer un recorrido por los pocos molinos que nos van quedando. También se fomentaría el gofio como alimento sano que reúne buena parte de los nutrientes que requerimos para afrontar la vida con todas las energías que se precisan en estos días tan atrabiliarios y desconcertantes. Yo desayuno un tazón de gofio con soja y miel cada mañana. Escribo esto y casi todo lo que voy publicando después de ese condumio y de un té que me despabile. No concibo desayuno más sano y más nutritivo. Lo que temo es que llegue un día en que, desaparecidos los molinos, me tenga que pasar a la artificialidad química de esos cereales de otras culturas que consumimos rechazando lo que comían nuestros abuelos. Somos unos esnobs y unos pisaverdes que hacemos el ridículo con nuestros desprecios diarios. Ni sabemos promocionar y conservar los molinos, ni apreciamos toda la esencia vital y evocadora que tiene el gofio. Y así nos va.

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