26 de abril de 2011

Cenicienta

Se para cada dos o tres árboles, mira hacia todos los lados y cuando cree que nadie la está observando escupe varios buches seguidos en el suelo. Lleva haciendo lo mismo desde hace casi diez meses. Día tras día entra a toda prisa por la puerta que da para Alfonso XII y se pone a vomitar por todo el parque con la misma naturalidad con la que otros pasean o se toman una horchata en una terraza. A veces también viene cargada de bolsas y se pone a comer compulsivamente antes de empezar el proceso diario del desembuche. Suele traer golosinas, galletas y toda clase de dulces y frutos secos que se come como si se fuera a morir de un momento a otro; inmediatamente después, casi sin tiempo para que la comida pueda buscar acomodo en su estómago, ya la está expulsando sin ningún esfuerzo, con una mecánica similar a la del eructo, sin ninguna muestra de dolor y sin aspavientos. Camina igual que cualquiera de los miles de paseantes que a diario se adentran en el parque, pero sus paseos son interrumpidos cada dos o tres minutos por una rápida genuflexión acompañada de un espasmo forzado, nunca violento, que le sirve para echar fuera a esa gran enemiga a la que ha prometido vencer a costa incluso de su propia vida. La comida es sin duda su obsesión y también su necesidad más vital y perentoria, toda su existencia gira alrededor de ella, sus hábitos cotidianos, sus horas de sueño y su dinero están marcados por la dictadura de los alimentos que consume alocadamente en cualquier parte.

Primero empezó con regímenes espartanos en los que comía una lechuga o un par de manzanas durante todo el día. Así estuvo hasta que logró bajar los kilos que desde niña la habían convertido en la gorda de su grupo de amigas, en el objeto de las burlas en todos los colegios por los que había pasado, en la pobre gordita que nunca iba a poder echarse ningún novio. Todo cambió en la adolescencia. A los diecisiete años se prometió a sí misma luchar contra su propio cuerpo para ser la cenicienta que siempre había soñado. Se alejó todo lo que pudo de las amigas y se dedicó a hacer deporte como una posesa y a experimentar con todo tipo de dietas. Aparecía por el Retiro dos o tres veces al día enfundada en un chándal y corriendo hasta que casi no le quedaban fuerzas para mantenerse en pie. Pero eso fue hasta hace un año. Ahora se conoce que quiere las cosas más fáciles y prefiere el vómito y el destrozo físico antes que el ir y venir como una loca por todo el parque. Se repite a sí misma que nunca más volverá a estar gorda, igual que se lo repetía cuando no comía y estaba en manos de una anorexia nerviosa que estuvo a punto de mandarla al otro barrio. Ahora es peor: come como una desesperada a sabiendas de que el vómito le hará mantener el cuerpo tenazmente logrado durante meses de sacrificio y deporte. No vive para otra cosa que para la comida y entra y sale del Retiro dejando por donde pasa el rastro de su descontrol alimenticio y psicológico. A mí me da mucha pena verla de esa manera, siempre con la mirada triste y el sentimiento de culpa que le queda cuando sabe que ya no tiene nada más que expulsar de su cuerpo. Yo creo que ella sabe que está jugando con la muerte, pero aun así no detiene el proceso de autodestrucción en el que está sumida. Su familia y sus amigas ya la dan por imposible. No ha conocido el amor. Tiene miedo a asumir responsabilidades y a crecer. La vida de cenicienta se ha convertido en un infierno, pero jamás permitirá que nadie la vuelva a llamar gorda en ninguna parte. Sus vómitos sirven de abono a los castaños y quitan el hambre de los gatos y de los pájaros más desesperados.

3 comentarios:

Gretchen Ross dijo...

Es impactante... ¿tal chica es real?

P. Conde dijo...

Sigue escribiendo, Santiago. Cada vez lo haces mejor.
Me gustó mucho el final. Es lo que le da ese toque que lo hace distinto a todos artículos y exposiciones que se han hecho sobre esa enfermedad.
Y no sé si llamarlo enfermedad, pues creo que todos tenemos un enemigo dentro de nosotros que no cesa en su lucha para que no nos acabemos de aceptar. Es el resultado de esa batalla, la fuerza de ese demonio y la cuantía de su daño lo que usamos para calificarlo de enfermedad y diferenciarlo de un simple y prosaico complejo.
Me gustó.
Un saludo.

Editor dijo...

Hola Gretchen, la chica es y no es real, y es y no es ficción. Un abrazo
*
Muchas gracias, Pedro. Y mucha suerte con ese proyecto editorial que hace tanta falta. Otro abrazo