20 de abril de 2011

Los caracoles

Ahora que todo parece que se ha acelerado y que se acabaron los sosiegos y las saudades del pasado, quisiera recordar la pachorra sabia y sempiterna de los caracoles de mi infancia. De vez en cuando me los tropiezo en los campos y en los jardines justo después de la lluvia. No sé si son los mismos porque no conozco la esperanza de vida de un caracol ni si son capaces de desplazarse decenas de kilómetros con su lenta velocidad constante. La sensación es que siguen siendo los mismos que miraba de niño. Me imagino que yendo tan despacio y sin agobios la vida se les hará más larga, o al menos les cundirá mucho más que a nosotros, eternos acelerados sin saber hacia dónde nos dirigimos a esa velocidad cada día más vertiginosa e hilarante con la que estamos desperdiciando la propia esencia de nuestra vida.

Pocas veces nos deteníamos de niño, pero cuando lo hacíamos era porque realmente merecía la pena. Los caracoles nos paraban en los caminos. No nos salía la sádica conducta infantil de ir destrozando todo lo que uno se encuentra por delante. Con los caracoles teníamos piedad y nos sentábamos en las piedras o en los riscos a esperar que salieran de sus caparazones. Aparecían poco a poco los cuernos, desconfiados, y luego salía todo el cuerpo de espuma que se desplazaba como un buda relajado por la tierra mojada. Alguna vez he escrito poemas sobre los caracoles y su sabia noción del tiempo. Ya digo que de niños jamás se nos ocurrió pisarlos, y al que lo hacía le largábamos dos tortazos o una buena reprimenda. Éramos sensibles y observadores. Nos parábamos delante de los caracoles como mismo lo hacíamos mirando los sapos de las maretas, las mariposas de abril o los contornos nevados del Teide que se nos aparecía en mitad de la tarde según mirábamos al horizonte. Uno no sabía entonces que estaba aprendiendo cosas de la vida que no iba a olvidar nunca, y todavía hoy sigue sorprendiéndome aquella saudade mágica de los caracoles. Luego estaban los burgaos de las costas, pero éstos eran más prosaicos y apenas se movían de las rocas. Los nuestros, los chuchangos, podían ser enormes y extender sus cuerpos de espuma por el barro llevando tras de sí esa casa que todos desearíamos llevar siempre a cuestas cuando nos perdemos por el mundo. Hoy sigo teniendo cuidado con mis pasos cuando camino sobre la tierra mojada. Me pongo de mal humor cuando en un despiste siento el crujido de algún caparazón hecho añicos y el dolor silente del caracol moribundo. Me gusta observarlos y aprehender su noción del tiempo y sus ritmos cotidianos. Uno quisiera sacarle la misma esencia que le sacan ellos a la vida. Ir despacio es una forma de exprimir el tiempo y de no dejar que nos agote y nos desespere con su paso veloz, vertiginoso e insensible. Ahora los ritmos los marcan otros, y desde que nos despistamos nos perdemos lejos del acontecer tranquilo y sabio de la naturaleza. Por eso nos cuesta tanto encontrar el norte. En ese sentido escribir también es una manera de detener o refrenar el tiempo. Cada paso que damos debería tener una gran importancia; sin embargo andamos insensibles, dejándonos llevar, sin enterarnos ni dónde pisamos ni por qué lo estamos haciendo. Vivimos exactamente igual, y cuando nos empezamos a dar cuenta la mitad de nuestra vida ya se nos ha escapado entre los dedos. Por eso hay que volver al caparazón de nuestros propios recuerdos de vez en cuando, caminar con ellos, valorarlos, y moverlos lentamente a medida que nos movemos nosotros. Eso es lo que hacen los caracoles cuando arrastran sus caparazones. Van despacio porque llevan toda su vida tras de sí, y la mueven con esa pachorra que también estilaban nuestros antepasados para sacarle más partido a su existencia. No debemos dejar de observarlos cuando salen a los campos después de la lluvia. Su bendita lentitud nos puede ayudar a salvarnos. Ellos también llegan a su destino, pero no se mueren antes tratando de correr como locos por los campos. Han aprendido a no suicidar ni un solo minuto de su tiempo.

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