22 de abril de 2011

Monaguillo rojo

La infancia es una patria surrealista. Todo podía pasar. Éramos crédulos y fantasiosos, bullangueros, y devotos de las tradiciones cuando en éstas se cruzaban los disfraces, los protagonismos o las devociones. Nuestro objetivo era llevar la camiseta del Guía en un partido de alevines, meternos debajo de los papagüevos, improvisar disfraces o salir a las calles vestidos de monaguillos. A mí lo de monaguillo en la iglesia no me iba mucho. Alguna vez ejercí, pero me aburría sobremanera, y no compensaba el toque de la campanilla cuando llegaba el momento de las bendiciones los sermones interminables de don Bruno. Lo de monaguillo era algo fetén cuando salías a la calle, sobre todo cargando con el incensario o con aquellas palmatorias que abrían las procesiones. No era fácil conseguir ropa de monaguillo. Pasaba como con los papagüevos, que al final eran los más galletones y los pelotas los que imponían su ley (la infancia es como la vida: casi siempre ganan los más fuertes o los petimetres que halagan y pelotean a quien haga falta para no perder chance). A lo mejor te dejaban la ropa para una procesión menor entre semana, pero no para el día de la Virgen, para Corpus o para el Viernes Santo. La decepción y la impotencia me llevaron a pedirle a mi madre que me comprara una ropa de monaguillo. No era lo mismo que conseguirla en la iglesia, pero al menos no tendría que mirar la procesión desde la acera. Me prepararon una ropa de monaguillo roja y blanca para Corpus. Yo salí muy ufano pisando las alfombras junto a los monaguillos oficiales. No llevaba nada pero estaba en el centro de la fiesta, y además en Corpus, que tenía el plus añadido de pisar el serrín, las chiribitas y los dibujos de sal primero que nadie. Don Bruno hacía la vista gorda a mi apócrifa presencia. Se veía que no le gustaba mucho que yo viniera con el uniforme desde mi casa, pero como éramos pocos claudicaba y nos dejaba salir en procesión. Al Corpus supongo que le siguió el Corazón de Jesús, la Virgen de Guía, San Roque, Santa Lucía y San Sebastián. Ya se habían acostumbrado a mi presencia rojiblanca y me dejaban llevar parte del atrezzo procesional, incluido el incensario que daba gloria bendita olerlo de cerca. Todo fue bien hasta la primera Semana Santa. Me estaba reservando para el día grande. No quise salir ni el martes con el Cristo de la Columna ni el miércoles con la procesión del Encuentro. Yo tenía todas las miras puestas en el Viernes Santo. Los jueves era otro cantar, y la lucha por el protagonismo y por una moneda de diez duros se libraba en el interior de la iglesia: había que estar desde las dos o las tres de la tarde haciendo méritos para ser uno de los doce elegidos en el lavatorio de pies: me tocó alguna vez, y de hecho creo que fue el primer trabajo remunerado de mi vida, para que luego digan que la iglesia no alienta el capitalismo y la mercadotecnia: nos daban diez duros a cada uno de los doce apóstoles y salíamos escopeteados al quiosco a ponernos hasta arriba de golosinas. Pero ya digo que el día grande era el Viernes Santo con todas las imágenes de Luján Pérez en la calle. Yo tenía previsto colocarme entre el Sepulcro y la Dolorosa, que eran las dos representaciones más solemnes del paso procesional. Ya me veía con mi flamante ropa de monaguillo encarnada en medio de la banda y las autoridades, serio pero pendiente de las bromas de los amigos que se quedaran fuera de la fiesta en las aceras. No le dije nada a nadie y me fui a mi casa sobre las cinco de la tarde a ponerme la ropa. Ya cuando bajaba por la calle del Agua noté algunas miradas irónicas y más de una sonrisa. Nadie me dijo nada. Atravesé la entrada de la iglesia ya atestada de gente. Todos iban enlutados, negros o grises, con compungidos gestos, y no había más color que el cielo azul y mi radiante ropa festera de monaguillo encarnado. Aún recuerdo la cara de don Bruno cuando me vio colocarme al lado de la Dolorosa de Luján un par de minutos antes de que bajara las escalinatas de la iglesia. No sé si me llegó a dar algún tirón de orejas, pero sí me acuerdo de su iracundo cabreo por pensar que un chiquillo de siete u ocho años se estaba burlando de la muerte de Cristo. Me mandó a mi casa con cajas destempladas. Yo no entendí lo que pasó hasta muchos años después. No sabía por qué no valía la misma ropa que había llevado ya en varias procesiones ante la mirada pía de los feligreses y la aceptación del sacerdocio oficial de mi pueblo. No recuerdo tarde tan triste como aquélla en la que subía las cuestas camino de San Roque como un Adán recién expulsado del paraíso; de hecho la famosa imagen de Adán y Eva que aparecía en los libros de religión siempre me recordó a mí mismo aquella tarde aciaga de primavera recorriendo las calles que en unos minutos pisarían los santos y los monaguillos blanquinegros. Una vez me cambié de ropa y salí a la calle a ver la procesión desde la acera todos me preguntaban que cómo se me había ocurrido vestirme con colores alegres, y encima de rojo, para asistir al entierro de Jesucristo. Puede que yo dijera que no iba a ningún entierro sino a una procesión, aunque creo que lo único que hacía era quedarme pasmado delante de los integristas que recriminaban mis buenas intenciones piadosas. Desde ese día renuncié a mi vocación de monaguillo y de paso a querer ser cura. Me quedé con la parafernalia siempre colorista y festiva del fútbol o de los carnavales, y con los juegos en la calle. La iglesia siempre fue sinónimo de obligación y de solemnidades que quedaban fuera del conocimiento y de la bonhomía; por eso desde que pude salí corriendo.

Este texto, al igual que el de los caracoles, fue publicado en Música de papagüevos

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