18 de abril de 2011

Ridículos

Somos una sociedad radiotelevisada. Todo lo que hacemos, lo que decimos y lo que miramos lo queremos grabar y compartir sobre la marcha con media humanidad. Vivimos haciendo zapping con nosotros mismos y tenemos la sensación de que nos están grabando en todas partes. Por eso fingimos tanto últimamente. Vayas donde vayas te pueden estar grabando desde una cámara de seguridad, desde una casa donde un tipo aburrido enfoca a quienes pasan junto a su ventana o por algunos de esos programas que se dedican a buscar la supuesta naturalidad de la gente cuando acude a un estadio de fútbol o mientras camina tarareando canciones por un parque. Ahora mismo, mientras usted lee esto, le pueden estar inmortalizando. Y digo inmortalizando porque es lo que repiten siempre todos esos paparazzis de pacotilla que se asoman por todas las esquinas. Puede que efectivamente la imagen nos sobreviva cuando ya no estemos, pero todos sabemos que ese reflejo en la nada también se termina borrando con el tiempo. Si tocaras la imagen que aparece en la pantalla, ni siquiera encontrarías ese polvo luminoso que dejan las mariposas entre los dedos cuando alguien intenta atraparlas. Sólo hallarías el cristal de una pantalla fría que cuando se apaga te devuelve al olvido.

A pesar de que sabemos que en el interior de las pantallas no hay nada, intentamos que no nos metan dentro convertidos en seres ridículos. Hemos perdido la naturalidad. El otro día en el Metro de Madrid, a una mujer se le cayó un zapato al vacío de las vías cuando subía al tren en la estación de Bilbao. De repente una ejecutiva vestida de marca y sabedora de su belleza se quedó descalza de un pie entre dos estaciones. Todos los que íbamos en el vagón evitábamos mirarnos. Unos querrían haber reído a carcajadas y otros haberse acercado a consolar a la mujer. Ella querría haber llorado, haber reído o haber compartido con alguien su desazón. Nadie dijo nada. Todos sabíamos que estábamos siendo grabados por decenas de cámaras, y para mí que había unos adolescentes que grababan disimuladamente con el móvil a la pobre mujer. Ninguno de nosotros queríamos acabar en YouTube como unos desaprensivos burleteros. La mujer descalza se bajó en Tribunal y supongo que seguiría paseando su ridículo hasta que pudiera acercarse a comprar otro par de zapatos. Los otros viajeros continuamos como si nada hubiera sucedido. No podíamos reírnos de aquella situación hilarante hasta llegar a casa. Si te ríes caminando solo por la calle lo más probable es que te encierren. Todos vivimos pendientes de esa retransmisión en falso directo en que se ha convertido nuestra existencia. Ya no importa lo que hacemos. Lo que realmente vale es lo que luego cuentan todas las imágenes de nosotros.

1 comentario:

ELINA dijo...

Estimado Santiago: comprendo a que apuntas y te digo que hace mucho tiempo que deje de pensar en el que diràn o como me veràn los demàs... es difìcil, pero no imposible... El que quiera reirse de mi... que lo haga y el que no, gracias!
Abrazo y me gusto tu editorial!