25 de noviembre de 2011

La sirena


Decía siempre que la lluvia caía del cielo para recordarnos nuestro pasado remoto. Ella se dejaba mojar ante la mirada atónita de las vecinas que se escondían detrás de los cristales. Me contaba que se sentía anfibia, animal libre mojado por las mismas aguas que inundaban el planeta desde ese pretérito ancestral. La encerraron y luego la atiborraron de pastillas desde el desayuno, aumentando las dosis si el día amanecía nublado. Cuando la visitábamos nos relataba sus aventuras de sirena mientras miraba con nostalgia infinita hacia el horizonte donde suponía que estaba el océano. Hoy que ha amanecido lloviendo he vuelto a recordarla. Desapareció una mañana dejando un charco inmenso en la habitación. Cada vez que me asomo al mar o que el olor de la lluvia anticipa las borrascas busco la brisa oceánica que quedaba tras nuestros primeros encuentros. Fue mi primer amor. Con ella descubrí que cualquier mujer puede confundirse con una sirena. También que todo hombre enamorado rebusca eternamente en el rastro mágico que queda en las estelas luminosas de las aguas. Dentro de una semana cumpliré ochenta y cinco años. Ella tendría un año menos que yo si su tiempo no se contabilizara por escamas milenarias. Leo al ciego Homero y, como él, me acerco cada tarde a oler el mar tratando de encontrar su perfume de algas.


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