2 de diciembre de 2011

Méritos


Aún resonaban las tablas de multiplicar, las conjugaciones verbales, los nombres de países que limitaban en mapas ya desfasados y el eco de los primeros poemas leídos en voz alta. Y se escuchaba la lluvia detrás de los cristales y el ruido de la tiza trazando círculos o triángulos en la pizarra. Y olía a lápices de colores afilados, al papel de los libros recién estrenados y a la tinta de los rotuladores que manchaban las manos y que nos transportaban sobre la marcha a cualquiera de las aulas en las que también había transcurrido buena parte de nuestra infancia. Esa escuela había dejado de ser una escuela y ahora era una vivienda que acogía la sede de una asociación de vecinos situada en medio de una loma entre Las Lagunetas y la Cruz de Tejeda. Mi madre había sido maestra en esa escuela de Risco Prieto hacía casi cincuenta años. Por fuera se conservaba tal como estaba entonces, por eso nos fue fácil reconocer esos sonidos y esos olores tan comunes a cualquiera de nosotros; pero en aquel lugar, a principios de los años sesenta del pasado siglo, no era fácil vivir, y estudiar era un lujo que requería el esfuerzo, la disciplina y la responsabilidad que hoy desdeñan los que lo tienen todo para poder salir adelante.

Nunca habíamos ido con mi madre a visitar Risco Prieto. Estuvo dando clases en aquel lugar, como posteriormente en Veneguera, unos años antes de que naciéramos sus hijos. Nos contaba que en el aula se juntaban unos cincuenta niños de todos los alrededores y de distintas edades, y que algunos de ellos venían descalzos recorriendo varios kilómetros entre caminos y barrancos. En invierno pisaban el hielo con sus pies desnudos, y según salían de la escuela volvían a trabajar en las fincas de los alrededores hasta que anochecía. El más joven de aquellos niños tendrá hoy casi sesenta años, y es probable que alguno de ellos esté leyendo estas líneas. Querían salir adelante, o por lo menos aprender a leer y a escribir para que no les engañaran. Su historia es la historia de muchos isleños que se esforzaron para mejorar su vida y las expectativas de futuro. Llegaron a ser médicos, abogados, administrativos o agricultores con formación y criterio para manejarse por el mundo y para tener conciencia de que con esfuerzo se logra todo lo que se quiere. Ese valor del trabajo lo aprendimos de nuestros maestros. Mi vida nunca sería la que es si no hubiera dado con profesores y profesoras que supieron enseñarme que el mundo no empezaba y acababa en el pueblo en el que vivía. Claro que entonces se veneraba y se respetaba a esos maestros. No reciben medallas ni reconocimientos oficiales, pero gracias a su trabajo podemos seguir confiando en el futuro. Nos quedan los ecos de sus enseñanzas. Hoy más que nunca necesitamos no olvidarlas.

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