29 de enero de 2012

Palabras en la singladura


La mayoría de los que escribimos tratamos de saltar la barrera de lo sagrado con un poema. Hasta ese primer poema habíamos escrito redacciones en el colegio, cartas de amor, esbozos de cuentos o de novelas, diarios o argumentos entremezclados con sueños rotos. Pero todo cambia cuando se cruza el primer poema en nuestras vidas. Da lo mismo que no se haya escrito nunca. Basta con haberlo soñado. A partir de ahí la literatura se acerca a las emociones y se despoja del corsé de lo prosaico. Todo cabe en un poema. Y todo seguirá cabiendo. En las novelas, en los artículos de opinión, en las microficciones, en todo lo que tracemos quedará para siempre el rastro de los versos, la metáfora arriesgada, el símil imprevisto, la búsqueda de emoción detrás de cada coma y de cada adjetivo.
La poesía sí requiere inspiración, pero nadie le quita el trabajo previo, las lecturas, las vivencias, todo lo que vamos escribiendo antes de sentarnos a escribir o de que nos detenga un verso en cualquier cruce de caminos. Es un género que no admite errores, que te presenta desnudo ante el mundo y al que se le descubren los trucos y las costuras sobre la marcha. Todo eso que vengo escribiendo lo sabe Pepe Junco. Él ha aprendido a mirar el mundo a través de las palabras y a interpretar sus propios sueños en los trazos que escribe para saberse vivo. Cierta de forma del viento en los cabellos es un libro que se va haciendo nuestro desde el primer poema que leemos. El título lo toma de Roberto Juarroz, y hay en él una declaración de intenciones que nos enseña que también cuando caemos podemos escapar en un gesto o echando mano de una palabra que desbarate la sinrazón de ese olvido que se espera luego de nosotros.
Los poemas de este libro están escritos para conversar desde las emociones. Se van haciendo nuestros a medida que los vamos leyendo, que nos interrogan y que nos convidan a la dicha o la melancolía ajustándose a nuestras necesidades lectoras. Junco es un poeta generoso que ha sabido compartir lo que ha ido guardando su mirada a lo largo de toda su vida. Cada estrofa propone aquella invitación a lo imposible que escribía el poeta Alonso Quesada cada vez que se asomaba al mar. Pero también hallaremos la palabra en el tiempo que preconizaba Antonio Machado, o ese paso por el tiempo que decía Gil de Biedma que estaba detrás de cada uno de sus versos. Y encontraremos muchos pecios poéticos que se hermanan con las propuestas de César Vallejo, con aquellos golpes en los que la resaca de todo lo sufrido se empoza en el alma. Vallejo aparece por todo el libro, y el poeta no quiere esconder su presencia. Son otros poemas, otra música, hay otra mirada, pero a la hora de buscar un hermanamiento o un parentesco creo que estos poemas de Pepe Junco están emparentados con los rescoldos que aún arden milagrosamente tenues en los versos del poeta peruano. Y cito una de las estrofas finales del libro para que sean ustedes mismos los que valoren esas reivindicaciones afectivas y poéticas: “Usted estaba muy lejos, muy cariacontecido,/quién sabe de qué jueves midiendo tanta lluvia,/con cuántos compatriotas tornándose cadáver,/ haciendo el imposible regreso de la muerte.”
Pero sigamos recorriendo los poemas del libro. Dejemos que sean ellos los que marquen las pautas de este prólogo que les abre el camino tratando de anticiparles las intenciones del poeta. Centrémonos en Invocación, en las conjuras y los regresos, en “pájaros con muletas atoradas” que inventan el mundo improvisando cantos como los poetas improvisan versos para inventar también un espacio más habitable que se aleje de la rutina y del hastío: “Vuelve la sangre que el amor convoca,/ recién salida de una rama verde/donde quedó dormida tras el golpe/fatal de los caballos vespertinos.” La sangre que invoca el poeta deposita luego el abrigo en el perchero de la sala y platica con quien se sirve de ella para sobrevivir antes de que un conjuro derrita la noche, antes de que llegue el Desafío y se nos convide a lo carnal para salvarnos: “Vámonos a morirnos despacito, fingiendo,/ensimismados, arando en acueductos,/ haciendo un monumento a la constancia/ con el ritmo imparable de los cuerpos”. Se va cruzando Vallejo con Pessoa en ese fingimiento que ayude a asimilar lo inevitable y que pueda salvarnos de los días sin sentido y del salto monótono de las hojas de los calendarios. La poesía de Pepe Junco se rebela todo el tiempo ante la estulticia y lo falaz, ante una realidad que pasa de largo por nosotros si no contribuimos a dotarla de sensaciones que nos mantengan vivos y atentos al canto de los pájaros o a la mirada del amor. El poeta no se aleja de esa cotidianeidad: la reinventa y se adentra en ella tratando todo el tiempo de encontrarle lo que sólo se asoma para los ojos con capacidad de encontrar los tesoros más ocultos. Incluso da lo mismo que no los vea. Si hay que escribirlos para que aparezcan, se escriben, y si hay que volverlos poesía, se vuelven poesía necesaria para poder saltar los obstáculos de lo prosaico y del lenguaje agresivo y trillado que sale de las televisiones y de las juntas de accionistas. También hay que guarecerse y que escapar “de los naufragios de las mariposas/que en pleno vendaval sus alas pierden/ y acaban mutiladas y en silencio/ en los abandonados lazaretos:” Hay muchas imágenes similares a lo largo de todo el libro. Podríamos decir que los poemas se engarzan a nuestros sentidos a través de sus ritmos y de sus sugerencias visuales. Hay un constante intercambio de papeles, un empeño poético por aunar los sentidos. También huelen, y se tocan, y se expanden hacia donde sólo llegan los otros sentidos que aparecen con el milagro de la lectura de algún poema. O con su escritura, con esa necesidad de buscar cobijo cuando fuera no hay más que intemperie y desarraigo: “Llego al papel-es un decir-temblando,/ como tiemblan los árboles cansados/ que viven su odisea frente al viento.”
Para mí la palabra es emoción, como lo puede ser un acorde para un músico o una pincelada para un pintor. La diferencia entre un acta notarial y un texto literario radica justamente en la apuesta por la emoción que tiene este último. Y la emoción, además, creo que sólo se consigue apelando a lo sencillo y huyendo de lo rebuscado. Si no logras que tu palabra emocione a un lector no sirve de nada lo que hayas escrito. Si no llegas a quien te lee estarás escribiendo sólo para ti, o andarás haciendo ejercicios con los dedos. Pero no hay que confundir la emoción con la hiperestesia ni con los nenúfares. La emoción también está en el ritmo, en la ironía e incluso en los signos de puntuación que uno utilice. Y todo eso lo he ido encontrando en la lectura de este libro. Por eso su lectura ha sido tan reconfortante y tan necesaria. Puedes navegar por mares calmos en los que parece que todo sucede quedamente, pero en cualquier momento, al final o al principio de algún poema, te deslumbra la metáfora o el planteamiento que te deja releyendo una y otra vez tratando de hacer tuyo lo que el poeta propone desde la sutileza y la naturalidad de su escritura: “Hablé varios idiomas incluyendo el silencio,/usé las estrategias del llanto y de la risa,/ moví elocuentemente y en todas direcciones/los brazos que sirvieron de remo a mi nostalgia.” Quien escribe se vale de todo para salvar a las palabras. No desdeña nada, si acaso lo transforma, pero sabe escuchar las voces de la calle y la voz de sí mismo, lo rutinario y lo sublime. Junco no toma partido por ninguna escuela. Sus poemas se nutren de lo mejor de todos los poetas que ha ido leyendo y de la libertad de su propia mirada. Juega con todo. Mantiene vivo a ese niño que no renuncia a ningún juguete de su estantería por supuestas convicciones y por credos que coartan la libertad de quien escribe. Tiene esa voz propia que a veces queda tan diluida cuando el poeta sólo se quiere sumar a un coro de voces uniformes.  En este libro, Pepe Junco reivindica a Vallejo, y creo que lo hace porque sabe que el poeta peruano gestó un universo alrededor de sí mismo y no pedía a nadie que le siguiera por las calles encharcadas ni por las noches solitarias. Quienes le han acompañado han aprendido que es en esos paseos solitarios donde se gestan los escritores y donde cada cual se salva escribiendo a su manera. Pero prefiero que lo cuente el propio poeta: “Un hombre solo en un lugar se dobla/y en esa inclinación vive un fracaso,/ un tallo a medio hacer, una semilla,/ alguien sin germinar en el barbecho.”
Ya sabemos por Joseph Brodsky que no vendrá el diluvio tras nosotros. Milosz también nos explicó de qué iba este juego de la supervivencia cuando recordaba en Regreso a Cracovia en 1880 que daba lo mismo ganar o perder porque el mundo nos va a olvidar de todos modos. Pepe Junco sabe que escribir es una forma de quedarnos, o de tratar de echar abajo los muros de las evidencias que nos arrancan amores, amigos y paisajes a lo largo de los años. Por eso en El Tributo trata de dejar claras, o convenientemente difusas, todas las coartadas: “Perdona corazón, me justifico:/ el frío, la necedad, un mar de nubes,/ amores imposibles, genes ciegos,/ una ansiedad remota, una batalla…” Y en el mismo poema añade algunas de las razones innegociables de su existencia: “Perdona corazón, yo soy adicto/ al polen de vivir, lo que se paga/ sin pausa en el fielato de los sueños,/ sin crédito o seguro que socorra.”
Pero quien escribe este libro es un isleño, un insular circundado de interminables horizontes, un hombre circunspecto a fuerza de mirarse dentro de sí mismo y del espacio cercado de aguas y de sueños que le rodea. Una isla se salva del olvido porque no se confunde con ningún continente. Siempre está el mar para delimitar los espacios y los sueños. Pero dentro de cada isla habitada hay otras miles de islas que también acaban haciendo su vida alrededor de sí mismas y del mar que las circunda. Debajo del mar hay muchas más islas sumergidas que en su día se asomaron a la superficie, montañas y barrancos hundidos que supieron del sol y de la lluvia y que acogieron grandes playas con horizontes interminables. La geografía es un mapa que se transforma siempre con el tiempo. También nosotros somos proteicos y cambiantes, islas dentro de otras islas que se convierten en una especie de matrioska inabarcable en donde siempre cabe alguien que llega o que nace. Las islas, aunque pueda resultar una paradoja, son territorios universales que se nutren con las ilusiones de los viajeros que van llegando y con el recuerdo de los que en su día partieron en busca de nuevos sueños y de nuevos horizontes. Pero mejor dejo que lo cante el poeta: “Las rocas en que vivo han generado/ un extraño y preciso movimiento:/ se buscan con las manos bajo el agua/ y tejen una red casi invisible/ de lazos y junturas fraternales./ Saben que la distancia es el olvido/ y el mar es mucho mar para andar solas.”
Si siguen navegando por las páginas de este libro recuerden a Kavafis y no olviden nunca que lo que importa es el viaje, no el destino ni el puerto en el que nos resguardemos. Cada poema de Cierta forma del viento en los cabellos irá sugiriendo las rutas por las que atravesar ese océano interminable de la poesía que tanto se parece a nuestra propia vida. A partir de ahora depende de cada uno de ustedes la singladura.

Prólogo que tuve el honor de escribir para:
Cierta forma del viento en los cabellos
José Miguel Junco. Ediciones de La Discreta. Madrid 2011

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