31 de enero de 2011

Anónimos

Todos llegamos y nos marchamos anónimamente de este planeta y de esta vida que de momento es la única que conocemos. Da lo mismo que nos pongan nombres, apellidos, direcciones postales o correos electrónicos. Más tarde o más temprano cada uno de nosotros asume ese vértigo de vivir entre eternidades de las que no sabemos absolutamente nada. Unos enloquecen, otros se esconden en ocupaciones supuestamente importantes, algunos se dedican a ganar dinero, algunas se van a ayudar a quienes menos tienen en países devastados por el hambre, los hay que celebran goles, y también tenemos a quienes escriben, pintan o leen para inventarse otro mundo sin salir de este mundo. Todos tratamos de huir de la evidencia del anonimato y del olvido, pero hay huidas imposibles que sólo sirven para parchear lo inevitable. Vivir es un verbo que nos cuesta entender. Y si lo unimos a existir ya casi tendríamos que tirar de la trigonometría y de la piedra Rosetta para llegar a algún resultado que por lo menos nos entretuviera mientras pasan los días y los sueños.

En esa vida y en esa existencia que no controlamos todo es anónimo. Y se entiende que lo único que tendríamos que hacer es tratar de que esto fuera más justo, más habitable y más feliz. Sin embargo nos empeñamos en complicarnos los argumentos cada nuevo día que amanece. No es que plantee que nos vayamos a una montaña a contemplar el vuelo de las águilas, aunque si estuviéramos más horas contemplando el vuelo de las aves seguro que aprenderíamos a asumir mejor nuestro papel sobre la tierra. Los seres humanos nos empeñamos en complicarnos nuestra propia existencia. Me imagino que aún nos quedan muchos años de evolución para llegar a una armonía que nos permita honrar a la vida como se merece. No valoramos el milagro de existir, ni todos los azares y circunstancias que han tenido que acontecer para que nosotros, justamente nosotros, que no éramos nada, estemos aquí amando, reconociendo olores y canciones y respirando con una cierta naturalidad. Tampoco valoramos a todos esos otros anónimos que inventaron el grifo por el que sale el agua, la rueda de los coches, el teléfono, la hamaca de la playa o la escritura. Vivimos como mismo actúan esos desagradecidos invitados que cuando llegan a casa se comen nuestra comida y se beben nuestro vino sin darnos las gracias por la acogida. Ante la evidencia de lo que somos podemos optar por el suplicio y el martirio o por el hedonismo y la felicidad. Me quedo siempre con la segunda opción. Sabiendo lo que hay no entiendo cómo no reaccionamos de una vez y contribuimos entre todos a inventar un mundo más habitable y más solidario. La utopía sigue siendo el único camino posible. Si renunciamos a ese sueño de mejora diaria nos estaremos condenando antes de tiempo al olvido inevitable que nos aguarda.

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