24 de enero de 2012

Irene



Ayer en la guagua había una mujer delante de mí que no hacía más que escribir un nombre y dibujarle círculos concéntricos alrededor. Yo leía el nombre y veía crecer los círculos en el espacio de separación que había entre los asientos. Iba pegada al cristal y apoyaba el bloc sobre las piernas escorándose hacia el lado derecho, justo hacia donde estaba esa ranura que me convertía en un voyeur de su escritura obsesiva. Escribía Irene y rodeaba sus trazos de círculos cada vez más grandes. Pasaba la página y volvía a hacer lo mismo una y otra vez. Rayaba el papel como si quisiera perderse en el laberinto de sus propios dibujos. Supongo que Irene era ella y que trataba de escaparse escondiendo su nombre entre formas que se asemejaban a una especie de tornado de tinta. Cuando estaba metida de lleno en ese febril empeño de querer encerrar el nombre de Irene, la llamaron al móvil y cerró cuidadosamente el bloc de notas. Solo contestaba con monosílabos. Alguien gritaba al otro lado del teléfono, pero desde el asiento de atrás era imposible entender lo que decía. Irene, suponiendo que se llamara Irene, derramó un par de lágrimas mientras su interlocutor se desgañitaba. Cortó la llamada, apagó el móvil, volvió a abrir el bloc de notas y se quedó contemplando la escritura de su nombre rodeado de círculos de tinta. Luego apretó el timbre y se bajó en una parada en la que habitualmente no suele bajarse nadie. Podría tener unos cuarenta años. Sus ojos tristes tenían el color de estas tardes de invierno.


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