7 de junio de 2012

Zuckerman


No creo que un premio sirva para cambiar la vida de un escritor, pero al menos consigue que se hable de él durante unos días. Hoy todos hablarán de Philip Roth. Le han concedido el Príncipe de Asturias. Últimamente parece que quieren que esos premios monárquicos salgan en el New York Times, y por eso han tirado de Woody Allen, de Bob Dylan o ahora de Roth. Los tres son genios sin los que yo no concebiría el cine, la música o la literatura, pero aun así no creo que sirvan para colocar al heredero real en las portadas de Manhattan. Yo me he alegrado por el álter ego de Roth, ese Zuckerman que tantas puertas me ha abierto en estos años y con el que he vivido inolvidables momentos. Gracias a él, por ejemplo, llegué a Malamud. En el primero de los libros de Z, La visita al maestro, no se nombra al escritor al que tanto admiraba Roth, pero se le intuye, y luego ya llegó Google para descubrir que aquel maestro al que fue a visitar el aprendiz de escritor era el gran Bernard Malamud, en mi opinión uno de los padres putativos de P. Roth, Bellow, Cheever, Mailer o el mismísimo Auster. Me gusta mucho cómo escribe Roth – a uno le gustaría apellidarse así, por Philip y yo diría que todavía más por Joseph: creo que de entrada se obtienen mucho más boletos en esa rifa diaria que es la literatura-. El premio supongo que sacará los libros del autor norteamericano a los escaparates, y que hoy habrá páginas en todos los diarios hablando de su obra y de su vigor narrativo. P. Roth va de tipo duro, pero cuando lo lees te das cuenta de que es otro sentimental que ha buscado refugio en la palabra para escapar de sus miedos. Casi todos los escritores son unos grandes tímidos que solo se vuelven osados cuando se adentran en las sombras. Vale la pena volver a Roth o acercarse a las neuras tan cercanas de Zuckerman. No solo escribimos como si fuéramos otros; también leemos como si no tuviéramos nada que ver con nosotros mismos.


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