7 de diciembre de 2008

La reina

Yo estaba desayunando un bocadillo de queso tierno con conserva y un zumo de naranja cuando llegó ella y me preguntó si no la conocía. No sabía quién era. Pensé en alguna novia de hacía muchos años o en una ex compañera de instituto o de universidad. Intenté salir del apuro cuanto antes para no meter la pata, pero al final no me quedó más remedio que reconocerle que no sabía quién era. “Soy la reina –me contestó-, la que tú entrevistaste hace años cuando trabajabas en la tele”. Le quité quince años, algunos kilos y los claroscuros de tristeza y decepción que tenía en la mirada. “Claro, la reina, ya recuerdo, cómo estás”. Me dijo que andaba pasando una mala racha y que si le podía dejar unos euros para el café. Se los dejé, y cuando se los estaba dando me vino sobre la marcha su imagen radiante en el momento en que la coronaban como la más bella de la provincia. Era una niña entonces, y bella, realmente era muy bella y muy atractiva. “Yo no me olvido de ti porque me hiciste una entrevista maravillosa que aún guardo grabada entre mis recuerdos”. Luego me dijo que me conservaba igual que entonces, que apenas había cambiado físicamente, y que de vez en cuando leía mis columnas del periódico. Yo no supe qué decirle. Pensé en corresponderle con los mismos cumplidos, pero creo que hubiera hecho el ridículo. Le pagué un desayuno y dejé el mío a medias con la disculpa de que se me estaba haciendo muy tarde para regresar al trabajo. Ella me dio dos besos. La dejé comiéndose una bandeja de donuts de azúcar con la que creo que estaba supliendo sus carencias afectivas. Era en un juguete roto con falta de cariño.

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