10 de febrero de 2010

Los viajes literarios


La vida es un viaje que la mayoría de la gente confunde con un puerto. Casi todos se quedan o se van quedando varados. Son pocos los que se aventuran con todas las consecuencias. Escribir es un viaje que también muchos confunden con un puerto en el que acomodarse y ver pasar los barcos en los que viajan los otros. Dolores Campos-Herrero seguía la estela de Ulises. Nunca quiso quedarse sentada mientras los otros vivían las aventuras. Ella quería ser un sueño, un argumento que justificara este paso efímero por un cuerpo y unos paisajes que nos reconocen. Daba lo mismo el barco, el tren o el avión. Ella era una gran viajera, pero sus viajes más grandiosos los hacía a través de las palabras. Por eso sigue viva y sigue viajando entre nosotros. Era como esas viajeras inmóviles de las que tanto escribe Enrique Vila-Matas. A ella le hubiera gustado que citara a Vila-Matas en esta presentación. Se sentía cercana al escritor catalán. También hubiera querido que habláramos de Coetzee, pero a Coetzee sí lo nombra en El libro de los naufragios, lo mismo que a Antonio Rumeu de Armas, a David Cordingly o a Robert Louis Stevenson. También a William Shakespeare, y a todos los que reposan para siempre en el mar. A todos ellos les agradece su compañía en el viaje poético que emprende en el maravilloso libro que acaba de editar Baile del Sol.

Ya escribí hace un tiempo que Lola fue una escritora comprometida a carta cabal con su vocación y con cada una de las palabras que aparecen en sus textos. No concebía la vida sin la creación literaria. Ese empeño en no traicionar ni un minuto de su existencia lo agradecemos ahora sus lectores. No muere del todo quien escribe. Los muchos y formidables libros que publicó mientras vivía, y aquéllos que dejó ordenados para que fueran publicados tras su muerte, nos devuelven el eco de su voz apenas nos sumergimos en la lectura. El mejor homenaje que le podemos hacer a Lola es acercarnos a su obra, buscarla en las librerías y en las bibliotecas, y escuchar toda la maravillosa vida que dejó en sus textos para cuando ya no estuviera: hay personas que mueren y otras cuyo recuerdo permanece por mucho tiempo. Pero esa capacidad de vencer a las parcas hay trabajársela en el día a día de la existencia, y en el caso de ella, a nivel personal, dejó tantos recuerdos maravillosos que raro es el día que no aparece su nombre entre los periodistas y los escritores de estas islas.

Te vas pero te quedas. No es una paradoja ni un contrasentido. Lola se fue hace tiempo pero sigue estando siempre entre nosotros. Yo sigo pensando qué es lo que pensará ella de algunos libros que voy leyendo, o me acerco de vez en cuando a sus textos tratando de buscar palabras que hagan más confortable la existencia. Siempre me gustó mucho su poesía. Noticias del paraíso, su penúltimo libro de poemas, recorría ese camino de la emoción tan difícil siempre de transitar sin caer en lo hiperestésico. Es un libro bello al que vuelvo muchas veces, un viaje que permite atisbar el paraíso. Ahora Lola nos invita a una singladura marítima en la que la mítica y la actualidad periodística caminan de la mano. Hay islas en las que uno se extravía para encontrarse; pero también pateras que navegan en el miedo de la noche y de la incertidumbre. Se propone un viaje, una vida, con todas las consecuencias de los viajes cuando en ellos se juega uno la vida.

En El libro de los naufragios, Dolores Campos-Herrero se adentra en un viaje hacia sí misma, en un recorrido por el océano en el que se va reconociendo en cada horizonte y en cada luna nueva que se refleja en el agua del olvido que es el mar. Nos vamos a encontrar su periplo vital, pero no nos dejemos llevar por una primera y rápida lectura. Hay que regresar muchas veces a la senda de estos naufragios. A medida que nos adentremos en la isla de las mujeres o en el relato de los piratas más atrabiliarios seremos capaces de ver más allá de los árboles que esconden los bosques creativos que quería mostrarnos la escritora. En este libro, Lola reivindica la poesía como género de ficción. Ella suscribía los postulados poéticos que en nuestro entorno han defendido siempre poetas de la talla de Tina Suárez Rojas o Federico J. Silva. Ese concepto reivindica que la función del poeta no es hacer discursos sino crear ficciones y construir mitos, tal como ya reivindicaba Platón hace muchísimos siglos. En este sentido, el poeta Federico J. Silva se refiere también a lo que dejó escrito el maestro Jaime Gil de Biedma cuando decía que “la voz que habla en un poema no tiene otra realidad que la que pueda tener la de un personaje de una novela, aunque se parezca mucho, mucho a la del propio poeta”. Gil de Biedma terminaba sentenciando que la persona poética es precisamente “impersonación, personaje”, o dicho en palabras de Sánchez Mesa, “es el desasimiento del yo”. Por eso nos resulta tan genial y tan cercana la poesía de Lola. Ella iba y venía de la novela a la poesía sabiendo que al final ambas confluían en ese bendito mundo de la ficción que tanto necesitamos para seguir sobreviviendo dignamente. Para la realidad, para hablar y escribir de los argumentos de la vida diaria, ya tenía el periodismo, ese género literario que, como decía el maestro Escalfari, le cuenta a la gente lo que hace la gente.

Pero además de esa creación de ficciones, en los poemas que integran El libro de los naufragios nos sumergimos en una epopeya al estilo Coleridge o yéndonos mucho más atrás en el tiempo, en un viaje épico y mítico como el que sigue recorriendo Ulises en La Odisea de Homero. De esos viajes nunca regresamos igual que cuando partimos. Da lo mismo que la singladura nos lleve desde aquí a Lanzarote, o que nos aventure durante un par de años por todos los océanos y los mares del mundo. La épica depende de quien viaje y de quien luego escriba sobre ese viaje. No es lo mismo ser un Berlusconi que un Caballero Bonald cuando se viaja por el mar o por la vida. Y no todo el mundo mira al mar de la misma manera. Lola amaba el mar. Había aprendido de los horizontes y de las muchas tardes con la mirada perdida en el arrebol del atardecer o en las olas que otros escuchan como si no estuvieran diciendo nunca nada. No se entendería la poesía de Lola sin el mar, y mucho menos este libro que hoy estamos presentando. Pero ella sabía ver mucha más allá de la orilla. En esos horizontes que miraba desde la playa de Las Canteras aparecían islas escondidas entre la bruma, mujeres que sabían cómo habitar los paraísos, barcos a la deriva, pecios olvidados, y pateras y cayucos cargados de cadáveres o de cuerpos derrotados, por travesías que pocas veces acaban triunfando en las playas de los supuestos paraísos que se buscan. Pero también encontraba a todos los piratas que en la literatura y en el cine han sido. Los reconocía por su andar chulesco y sus gestos pendencieros, pero Lola, como todos los que hemos estado de parte de esos bucaneros de otros tiempos, sabía leer en ellos la aventura del que sólo sabe que está a salvo en la mar, del que un día descubrió que en la tierra todo es mezquindad o se convierte en rutinario y aburrido. Ella se acerca a aquellos piratas que cantaba Joan Manuel Serrat, a los que para hincarlos de rodillas había que cortarles las piernas, y no a ésos cutres que se presentan ahora con Kalaznikov y que sólo buscan dinero para volver a tierra a invertir en bolsa o a traficar con cocaína o con armas. Aquellos piratas legendarios sólo atracaban para beberse el ron de las tabernas más abyectas de los puertos y para tatuarse en la piel a aquellas reinas de los burdeles que se llevaban puestas a recorrer los mares.

Lola seduce escribiendo. No hay una sola palabra que esté puesta de relleno en sus textos. Cuando lees lo que ha escrito, sobre la marcha se reconoce a una gran lectora, a una lectora exquisita y voraz que nos devuelve parte de lo que ella ha ido aprendiendo con los genios de la literatura. Uno cuando escribe también está transmitiendo las formas, los códigos éticos y las concepciones literarias de todos aquéllos a los que se ha ido leyendo a lo largo del tiempo. Lola, por supuesto, es una digna heredera de esa tradición literaria, un claro ejemplo de que la literatura, lejos de morir, está más viva que nunca.

Venía del periodismo, del buen periodismo que tanto cuesta mantener en pie en estos días de jesulinas y bisbales, y de tanto desarmado delante de una cámara apelando a su condición de informador. Sin lenguaje no hay comunicación, y cuanto más y mejor se maneje el lenguaje más creíbles y certeros lograremos ser como periodistas o como escritores. La trayectoria periodística de Lola siempre estuvo marcada por la honestidad y por la precisión a la hora de utilizar las palabras.

El libro de los naufragios está impecablemente escrito. Pero impecable también lo es un artículo del Código Civil y sin embargo no veo que nadie se enganche al código de marras cuando quiere leer algo que le haga salir de la modorra cotidiana. En la lectura buscamos emoción, queremos que nos golpeen en la mandíbula desde el primer renglón, que no nos dejen igual que estábamos cuando decidimos abrir ese libro que estamos leyendo entre los millones de libros que pudimos haber abierto. Con El libro de los naufragios es aseguro que tienen garantizada esa condición innegociable cuando hablamos de literatura: no pidan términos medios porque no lo van a encontrar en este libro, como mismo no lo encontrarían en Baudelaire, en Walt Whitman o en José Hierro.

“Morir es injusto, se dice/después de haber vivido tanto”. Lo es, sobre todo cuando quien muere se lleva con ella tantas y tantas palabras. Pero Lola era generosa. Tenía poco que ver con las cainitas costumbres que tanto se estilan en la República de las Letras. Hay apoyos iniciales que uno jamás olvida, palabras que valieron la confianza necesaria para seguir adelante cuando más difícil es acertar con los caminos. Este libro es otro regalo inesperado: “En la ciudad de Sevilla, en la de Oporto./En la de Bristol, en la de Berlín/o Glasgow. Qué más da./El hombre vive entre fantasmas”, y entre sombras, como decía siempre Kafka, escribe y trata de buscar un hilo al que agarrarse en el sinsentido absurdo de la vida. Lola supo transitar por esas sombras. Se extraviaba en islas y regresaba luego para contarnos las maravillas de sus viajes. Nosotros la creíamos. Cómo no la íbamos a creer si lo vestía todo de poesía y de magia. Sus libros dan fe de todas esas aventuras. Viajaba leyendo y escribiendo, rebuscando, rehaciendo a diario los argumentos prosaicos que nos suele ofrecer la realidad. Ella también vivía intensamente esa realidad. No miraba para otro lado cuando había que contar lo que estaba pasando. Fue una magnífica periodista que supo nutrirse de ese mundo que veía a diario y que nos enseñaba en un reportaje o una crónica. “Vivir es temblar./Acercarse a la muerte/ paso a paso.” Sólo desde esos temblores de emoción se entiende la existencia. Lo otro no es más que una muerte diaria. Por eso Lola sigue estando entre nosotros. Cada verso de este libro memorable y póstumo enciende un poco más el semblante siempre risueño y luminoso que la mantiene a salvo del olvido.

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